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  • Writer's pictureiván garcía lópez

Un cuarto propio: Virginia Woolf

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[...] Lo fascinante de las calles de Londres es que jamás se encuentran dos personas iguales; cada uno parece inmerso en su asunto personal. Estaba allí la gente de negocios, con sus maletines; estaban los vagabundos, golpeando palitos en las rejas; estaban los personajes simpáticos que usan las calles como un club, saludando a los autos y dando información cuando nadie la pedía [...]. Todos parecían independientes, ensimismados, ocupados en sus propios temas.


En ese momento, como tan a menudo sucede en Londres, hubo un instante de calma y el tránsito quedó en suspenso. Nada vino por la calle, nadie pasó. Solo una hoja se desprendió del plátano al final de la calle y, en esa pausa y suspensión, cayó. De alguna manera fue como una señal, una señal indicando cierta fuerza en las cosas que hasta entonces se nos hubiera escapado. Parecía sugerir la existencia de un río que fluía, invisible, a la vuelta de la esquina, calle abajo, y arrastraba a la gente en remolinos. Ahora traía en diagonal de una vereda a la otra a una muchacha con botas de charol y luego a un joven de sobretodo bordó; también traía un taxi, y los tres desembocaron en un punto directamente bajo mi ventana, donde el taxi frenó, y la muchacha y el joven frenaron; ellos se subieron al taxi, que se deslizó como si fuera arrastrado por la corriente hacia otra parte. La escena era bastante común; lo extraño era el orden rítmico que mi imaginación le había otorgado, y el hecho de que el espectáculo de dos personas subiendo a un taxi tuviera el poder de comunicar algo de su propia aparente satisfacción. Observar a dos personas cruzar la calle y reunirse en una esquina parece aliviar la mente de alguna presión, pensé, mirando que el taxi doblaba en la esquina y huía. Tal vez pensar a un sexo como diferente del otro, como había hecho durante los últimos dos días, requiere de esfuerzo. Interfiere con la unidad del pensamiento.


Ahora ese esfuerzo se había interrumpido y yo había recuperado la unidad al observar a dos personas tomar un taxi juntas. La mente es sin dudas un órgano muy misterioso —reflexioné retirando la mirada de la calle—, del cual nada se sabe, si bien dependemos por completo de él. ¿Por qué siento que hay disensos y oposiciones en la mente, como hay tensiones en el cuerpo producidas por causas evidentes? ¿Qué significa «unidad del pensamiento»?, me pregunté, pues claramente el pensamiento tiene un poder de concentración tan grande —en cualquier punto, en cualquier momento— que no parece tener un único estado. Tiene la capacidad de separarse de la gente de la calle, por ejemplo, y pensar en sí mismo como algo diferente de ellos, mirándolos desde una ventana. O puede pensar con otra gente espontáneamente, como en una multitud a la espera de una noticia. Puede volver al pasado a través de sus padres o de sus madres, como señalé antes al decir que la escritura de una mujer recurre a la experiencia de su madre. Además, si una es una mujer, a menudo se ve sorprendida por una repentina división de la conciencia, digamos, al caminar por Whitehall; si bien una es la heredera natural de esa civilización, se siente al mismo tiempo, por el contrario, por fuera, extraña y crítica de ella. Es notorio que el pensamiento está siempre alterando su enfoque y observando el mundo desde diversas perspectivas. Sin embargo, algunos de los estados de la mente, aunque se adopten voluntariamente, parecen ser menos agradables que otros. Para lograr mantenerlos, inconscientemente hay algo que se reprime, y con el tiempo este movimiento se vuelve un esfuerzo. Pero puede haber algún estado donde uno permanezca sin esfuerzo, uno que no exija que nada se reprima. Este, quizás, pensé regresando a la habitación, sea uno de ellos. Pues cuando miré a la pareja subir al taxi, sentí que mi pensamiento, después de haber estado dividido, se había reunido en una fusión natural. La razón evidente sería que es natural cooperar para los sexos. Tenemos un pro- fundo, si bien irracional, instinto en favor de la teoría de que la unión del hombre y la mujer ofrece la mayor satisfacción, la felicidad más completa. El estado cómodo y normal es aquel en que los dos viven juntos en armonía, cooperando espiritualmente.


Si uno es hombre, la parte femenina del cerebro no deja de obrar; y la mujer también tiene contacto con el hombre que hay en ella. Quizá Coleridge se refería a esto cuando dijo que las grandes mentes son andróginas. Cuando se efectúa esta fusión es cuando la mente queda fertilizada por completo y utiliza todas sus facultades. Quizás una mente puramente masculina no pueda crear, pensé, ni tampoco una mente puramente femenina. Pero convenía averiguar qué entendía uno por «hombre con algo de mujer» y por «mujer con algo de hombre» hojeando un par de libros. Desde luego, Coleridge no se refería, cuando dijo que las grandes mentes son andróginas, a que sean mentes que sienten especial simpatía hacia las mujeres; mentes que defienden su causa o se dedican a su interpretación. Quizá la mente andrógina está menos inclinada a esta clase de distinciones que la mente de un solo sexo. Coleridge quiso decir quizá que la mente andrógina es reverberante y porosa; que transmite la emoción sin obstáculos; que es creadora por naturaleza, incandescente e indivisa. De hecho, uno vuelve a pensar en la mente de Shakespeare como prototipo de mente andrógina, de mente masculina con elementos femeninos, aunque sería imposible decir qué pensaba Shakespeare de las mujeres. Y si es cierto que el no pensar a los sexos por separado es una de las pruebas de una mente plenamente desarrollada, cuesta ahora muchísimo más que antes alcanzar esta condición. Me acerqué entonces a los libros de autores vivos, e hice una pausa y me pregunté si este hecho no se hallaba en la raíz de algo que me había dejado mucho tiempo perpleja. Ninguna otra época podía haber sido consciente del sexo tan ruidosamente como la nuestra; los innumerables libros que guarda el Museo Británico sobre las mujeres escritos por todos esos hombres son prueba de ello.

La campaña en favor del voto femenino era sin dudas la culpable. Debió despertar en los hombres un deseo extraordinario de autoafirmación; debe haber llevado a los hombres a otorgar un nuevo énfasis a su propio sexo y sus características, que no se habrían molestado en considerar de no haber sido desafiados. Y cuando a uno lo desafían, aunque lo haga un pequeño grupo de mujeres con sombreros negros, uno reacciona; si no ha sido antes desafiado, la reacción puede ser excesiva. Esto puede explicar algunas de las características que recuerdo haber encontrado aquí, pensé tomando la última novela del Sr. A., que se encuentra en la flor de la vida y goza de una excelente reputación, parece, según los críticos. La abrí. ¡Ah! Era maravilloso volver a leer la prosa masculina. Era tan directo, sonaba tan sincero después de leer la prosa de las mujeres. Mostraba tal libertad de pensamiento y soltura personal, tal confianza a sí mismo. Uno sentía bienestar físico en presencia de esta mente libre, bien alimentada y educada, a la que nunca habían frustrado y que jamás había encontrado obstáculos, sino que había tenido desde su nacimiento plena libertad para desarrollarse del modo que más le gustara. Todo esto era admirable. Sin embargo, después de leer uno o dos capítulos me pareció ver una sombra extenderse sobre la página. Era una barra oscura, una sombra de forma parecida a la palabra «yo». Comenzaba entonces a inclinarme a uno y otro lado, intentando captar algo del paisaje detrás de la sombra. No podía estar segura de si era un árbol o una mujer caminando. Una y otra vez me atrapaba la sombra, y yo comenzaba a cansarme del «yo».


Era sin dudas el «yo» más respetable, honesto y lógico; duro como una nuez y pulido por siglos de buena enseñanza y buena alimentación. Respeto y admiro ese «yo» desde el fondo de mi corazón. Pero... pasé unas páginas más, buscando algo u otra cosa... lo peor de aquello era que en la sombra del «yo» todo se veía sin forma, como la niebla. ¿Eso es un árbol? No, es una mujer. Pero... ¡no tiene ni un hueso en el cuerpo! En ese ánimo inquieto con que uno toma libros de la biblioteca para regresarlos sin siquiera haberlos hojeado, comencé a imaginar una era futura de virilidad pura y afirmativa, tal como prefiguran las cartas de los profesores (recordemos las cartas de Sir Walter Raleigh, por ejemplo), y los gobernantes de Italia ya han comenzado. Imposible negar que uno en Roma puede sentir esa masculinidad absoluta; y más allá del valor que pudiera tener la masculinidad absoluta para el estado, es posible cuestionar su efecto sobre el arte de la poesía.


En nuestro tiempo, Proust fue por completo andrógino, si no se inclinó demasiado hacia lo femenino. Pero ese exceso ocurre en muy raras ocasiones, no se justifica que nos quejemos de él, pues sin esa clase de mezcla, el intelecto parece predominar y las otras facultades de la mente se endurecen y se vuelven estériles. Sin embargo, me consolé pensando que esta quizás sea una fase pasajera; mucho de lo que he dicho al mantener mi palabra de ofrecerles el camino de mi pensamiento parecerá anticuado; mucho de lo que hoy brilla a mis ojos será dudoso para ustedes que aún no son mayores de edad.


Aun así, la primera frase que escribiría aquí, dije cruzando el cuarto hacia el escritorio y tomando la página titulada «Las mujeres y la literatura», afirmaría que para cualquiera que escribe pensar en su sexo es fatal. Es fatal ser un hombre o una mujer pura y simplemente; es imperioso ser «mujer con algo de hombre» u «hombre con algo de mujer». Es fatal para una mujer remarcar aunque sea mínimamente sus desdichas; defender cualquier causa aunque tenga razón; hablar de cualquier manera conscientemente como una mujer. Y decir «fatal» no es una mera figura retórica, pues cualquier cosa escrita con semejante tendencia de manera consciente está condenada a morir. Deja de ser fertilizada. Sin importar cuán brillante y efectivo, poderoso y magistral resulte por uno o dos días, se marchitará con el crepúsculo, no podrá crecer en la mente de otros. Debe acontecer algún tipo de colaboración en el pensamiento entre la mujer y el hombre para que se alcance el arte de la creación [...]. El escritor, pensé, al finalizar su experiencia, debe recostarse y dejar que el pensamiento celebre sus nupcias en la oscuridad.


Virginia Woolf. Un cuarto propio. Traducción de Lucrecia Radyk, con la colaboración de Agustín Alzari. Argentina: Ministerio de Educación de la Provincia de Santa Fe, 2018.

*El pasaje resaltado es traducción de Laura Pujol.




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