Cuando en vez del tan deseado, previamente decidido, casi ordenado hijo varón Alexandr, nací solamente yo, mi madre, tras haberse tragado orgullosa un suspiro, dijo: «Por lo menos será músico». Y cuando, antes de cumplir un año, mi primera palabra, evidentemente desprovista de sentido pero del todo clara, resultó ser «gama», mamá se limitó a confirmar: «Lo sabía», – y a partir de ese momento se puso a enseñarme música, cantándome interminablemente la misma escala: «Do, Musia, do; y éste es un – re, do – re…». Este do – ré pronto se convirtió para mí en un libro enorme, de la mitad de mi tamaño, un «lirbo», como yo decía entonces; por lo pronto, sólo en su cubierta, del «lirbo», pero con un oro que desde el fondo lila irrumpía con tanta fuerza y horror que hasta la fecha tengo en algún lugar determinado, apartado, ondinesco(1) del corazón – el calor y el terror; como si este tétrico oro, habiéndose fundido, se hubiese posado en lo más profundo de mi corazón y desde allí, al menor roce, se levantara y me inundara toda hasta la comisura de los ojos, cauterizando – las lágrimas.
[...]
Mi madre se alegraba de mi oído y, sin proponérselo, me elogiaba por él, pero inmediatamente después de cada «¡Bravo!» que se le escapaba, añadía con frialdad: «Por lo demás, no es mérito tuyo. El oído – viene de Dios». Así se me quedó grabado para siempre, que el mérito no es – mío, que el oído – viene de Dios. Esto me preservó tanto de la arrogancia como de la no confianza en mí misma, de cualquier tipo de petulancia en el arte – ya que el oído viene de Dios. «Lo tuyo es – el empeño, porque todo don divino puede ser arruinado» – decía mi madre por encima de mi cabeza de cuatro años, que evidentemente no comprendía y – por eso – lo retenía todo de manera que luego fuese imposible borrarlo. Y si no arruiné mi oído, no sólo no lo arruiné yo: no permití a la vida que lo arruinara ni lo asfixiara (¡y cómo lo intentó!); de esto también es responsable mi madre. Si con mayor frecuencia las madres dijeran cosas incomprensibles a sus hijos, estos hijos, al crecer, no sólo comprenderían más, sino que actuarían con mayor seguridad. Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que – hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo – más profundamente arraigarán en él, más indiscutiblemente actuarán: «Padre nuestro que estás en los cielos…».
(1) Alusión a Ondina de Friedrich de la Motte Fouqué (1777-1843), uno de los libros que Tsvietáieva más quiso en su infancia. [Todas las notas son de la traductora].
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