Todo el tiempo estamos siguiendo huellas invisibles. Sólo que no nos damos cuenta. La primera vez que reparé en Aurora Bernárdez descubrí que venía siguiéndola desde mucho antes: me refiero al día en que me di cuenta de que era ella la vocecita perfecta, de afinación impecable, que tenían las traducciones de Las ciudades invisibles de Calvino y del Levantad carpinteros de Salinger, de La náusea de Sartre y de Todos los pilotos muertos de Faulkner. Cuando se da el milagro de un libro que nos gusta muchísimo y una gran traducción, ese/a traductor/a queda en nuestro corazón para siempre. Lo alucinante con Aurora Bernárdez era la cantidad de veces que lo lograba y, encima, en idiomas diferentes. Tradujo a Nabokov, a Michaux, a Natalia Ginzburg, a Lawrence Durrell, a Pavese, a Camus. Yo empecé a seguirla de muy joven porque, por trabajar en una editorial, había aprendido temprano a fijarme en las traducciones, y ella era un milagro permanente.
Por supuesto me fascinó su historia con Cortázar cuando la fui conociendo: el comienzo y el fin de ese matrimonio y la sobrevida emocionante posterior (Cortázar murió en sus brazos, ella fue su albacea hasta que murió, a los 94, treinta años después, y antes dijo: “No tiene que ver ni con la fidelidad, ni con la pasión, propia o ajena. Es otra cosa. Es un sentimiento que sobrevive a todo. Creo yo que, cuando ha existido, no se acaba, no se acaba nunca”). Lo mismo me pasó cuando descubrí, un día tardío, que Aurora era la hermanita veinte años menor de Francisco Luis Bernárdez. Porque yo me sabía de memoria, a los catorce, cuando acababa de sucumbir al virus de la poesía, un soneto de Francisco Luis. No tenía idea de su gran amistad con Marechal ni de su camaradería con Borges, no había leído todavía ni a Borges ni a Marechal en aquellos días prehistóricos en que me sabía de memoria los sonetos de Francisco Luis. Y menos que menos sabía que le decían Paco, o Gallego, y que Aurora lo oía conversar con aquellos amigos en el living del departamento de la familia en Almagro desde que era una nena.
Casi sin darme cuenta, a lo largo de los años, fui armando un archivo informal sobre Aurora Bernárdez, porque eso nos pasa con esos personajes que son tan fascinantes como maníacamente privados: uno quiere saber todo lo posible sobre ellos, porque ellos no cuentan nada, no escriben sobre sí mismos, no escriben nada. Como el italiano Bobi Bazlen, Aurora era de esas personas formidables que adoran leer, que nos enseñan a leer, pero no escriben ni una línea en su vida. Y entonces Julia Saltzmann y Philippe Fenelon publicaron El libro de Aurora. El título no podía ser mejor: no habrá más libros de Aurora, esto es todo lo que hay. Lo que hay es un puñado de poemas (sesenta y siete), un puñado aun más pequeño de cuentos (ocho), cincuenta páginas de observaciones sueltas (de un par de renglones a veces, de un par de páginas otras), una foto formidable de tapa y un diálogo final (78 páginas) que es la desgrabación de un documental que le hizo su amigo Fenelon, en aquel departamento-pabellón que Aurora compró junto con Cortázar en los años 50 y convirtieron en una casita mágica de tres niveles, al fondo de un patio, convenientemente alejada de ruidos molestos y vecinos quejosos, en el corazón del distrito 14 de París, donde ella vivió hasta su muerte.
En un retrato hermoso que hace Vargas Llosa (aunque yo preferiría que fuera García Márquez) de la pareja Aurora-Cortázar, dice: “Eran muy privados y, a la vez muy abiertos con los amigos. Yo pensaba, no pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con anécdotas inusitadas, citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descomprimen. Se pasaban los temas el uno al otro como malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba. Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores”. En más de un sentido, lo más hermoso que tenían los dos cuando estaban juntos quedó del lado de Aurora cuando se separaron, aunque sea injusto con Cortázar decirlo. Me refiero a una luz interior (creo que en alemán la llaman strahlung) que a mi gusto fue desapareciendo de Cortázar en sus libros posteriores, y que es la sustancia inefable de la que está hecho El libro de Aurora. Hay algo maravillosamente homogéneo entre los poemas, y los cuentos, y las anotaciones, y esa transcripción del registro oral de Aurora: es siempre la misma vocecita de afinación perfecta que en sus traducciones era capaz de ser igualmente fiel al idioma original y al castellano.
Aurora fue una de esas maravillas de la educación pública y de la Argentina de entonces: creció en un departamento sobre la Avenida Independencia, en Almagro (“un barrio correcto y sencillo sin ser pobre, pero sin ser tampoco un barrio burgués”), su hermano mayor le aconsejó que se dedicara a la traducción porque así podía estar entre libros y trabajar sin salir de su casa, en tiempos en que estaba mal visto que una mujer trabajara fuera de su casa. Cuando se cansó de estar adentro traduciendo, cuando sintió que se le iba la vida entre los dedos, se animó a subirse a un barco y partió a París. Dio el examen como traductora en la Unesco junto a Cortázar; ella sacó mejor puntaje pero la Unesco lo tomó a él y a ella la llamaban como free-lance, porque el reglamento prohibía contratar cónyuges. “Vengo de un mundo en que la literatura era una cosa real, vivida, pero en el que una escritora en la casa era una cosa sospechosa. Yo siempre reaccioné contra esa actitud, pero en el fondo pesaba mucho sobre mí. No creo que sea esquizofrénica, ni siquiera demasiado neurótica, pero siempre he tenido la sensación de que yo no soy yo. No sé quién soy, porque esto que veo no me parece del todo convincente”.
En mi mapa de la literatura argentina, Aurora tiene su lugar en un rinconcito bien privado entre Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik, que fueron, ambas, sus amigas. Miren cómo escribía: “De pronto me doy cuenta de que lo que yo hubiera debido hacer es conseguir una porosidad cada vez mayor a ciertas fuerzas, o aguzar el oído a ciertas voces que alguna vez, siempre, he entreoído, y que mi lado sistemático, racional, práctico, ha dejado de lado, o ha hecho a un lado. Debí estar más atenta, menos distraída por una novela, un pollo al horno, un vestido. Cuestión de concentración”.
Soñó toda su vida con una casita que tuviera un jardín en el techo, y la tuvo, en Mallorca. Nunca se vistió de negro porque era la manera de declarar su amor por la vida. Desde que murió Cortázar se convirtió en su albacea y no tradujo más. Sólo hizo dos excepciones: cuando se descubrió la extraordinaria novela póstuma de Camus El primer hombre, y cuando murió su querida hermana Teresa en Inglaterra, y ella tradujo y mandó hacer una edición para los amigos de los poemas que aquella hermana, que vivió la mayor parte de su vida en Gran Bretaña, escribió en inglés. Cada tarde hasta dos días antes de morir salía a dar un paseo por Montparnasse, volvía con Le Monde bajo el brazo y se sentaba a leerlo en un silloncito de cretona, junto al ventanal que daba a los tres árboles del patio. "Aprendí sola a leer. Cuando fui a la escuela ya sabía, nadie me enseñó. Mirando y preguntando aprendí. Desde entonces, la lectura es la que prefiero de todas mis actividades. La lectura no es nunca pasiva para mí. Es lo que más satisfacción me ha dado en la vida”. Entre los sesenta y siete poemas de El libro de Aurora hay uno llamado “Último testamento”, que dice: “Cuando se lo hayan llevado todo / como un papelito me doblaré en cuatro / olvidada me dejaré entre las páginas que leía / cuando aún me quedaba algo. / Alguien apagará la luz”.
Tomado de Página 12 (15 de octubre de 2018).
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