Traducción de Chantal Maillard
LA LECTURA DE UNA PINTURA
Los libros son aburridos de leer. No hay libre circulación. Se le ruega a uno que siga. El camino está trazado, de vía única.
Del todo diferente el cuadro: inmediato, total. A la izquierda también, a la derecha, en profundidad, a voluntad.
No hay trayecto sino mil trayectos, y las pausas no están indicadas. En cuanto se desea, el cuadro está ahí de nuevo, entero. En un instante, todo está ahí. Todo, pero nada aún conocido. Es entonces cuando hay que empezar a LEER.
Aventura poco apreciada, aunque apta para todos. Todos pueden leer una pintura, tienen cosas que encontrar en ella (y meses después, cosas nuevas), todos, los respetuosos, los generosos, los insolentes, los que le son fieles a su efigie, los que están perdidos en su sangre, los bata-blanca con tubos de ensayo, aquellos para quienes un trazo es como un salmón que se tira al agua, y cualquier perro encontrado, perro para poner en la mesa de operaciones con el fin de estudiar sus reflejos, aquellos que prefieren jugar con el perro, conocerlo reconociéndose en él, aquellos que en el otro no están de francachela sino consigo mismo, en fin aquellos que ven sobre todo la Gran Marea, portadora a un tiempo de la pintura, del pintor, del país, del clima, del medio, de la época entera y de sus factores, de los acontecimientos aún no audibles y de otros que ya se ponen a tocar las campanas furiosamente.
Sí, hay algo para todos en el lienzo, incluso para los ineptos que dejan allí simplemente girar en él sus aspas de molino sin ver propiamente la diferencia, pero existe cuán instructiva.
No se demoren mucho, sin embargo. Éste es el momento. Aún no hay reglas. Pero no tardarán…
LA PÁGINA EN BLANCO
Cuando miro el papel en blanco, escribe, veo correr a lo lejos un hombre espantado.
¿Espantado de qué? No lo sé, y también el rito ridículo de hombres que dan vueltas sobre sí mismos.
Luego llegan otros hombres (siempre en el extremo del papel) en cantidad innumerable, una multitud no para un cuadro sino para una época. Esos hombres son flacos y altos.
La salud no me ha hecho concesiones excesivas. No se las hago a los demás. Eso es lo que se podría decir.
Pero en lo que respecta a la multitud, ella es excesiva. Solamente un anciano al término de una larga vida pudo haber visto pasar tal cantidad.
¡Ah! ¡Si pudiese reunirles en un solo cuadro! Habría gente jadeante mirándolo, tan rebosante estaría de vida.
Se pararían y dirían, maravillados: ¡al fin, esta vez hemos visto pasar una multitud de verdad!
Pero pasan y no puedo detenerles ni mantenerles agrupados. Las piernas de uno borran la sombra del anterior. Sin embargo cada uno de ellos tiene, lo veo, algo así como un depósito.
Finalmente, rabioso por no poder detenerle, me abalanzo, furioso, sobre el papel y lo masacro desolado que en cien lienzos y en diez años ha acabado por hacerme una reputación de pintor.
Pero no me dejo engañar. En medio de los llantos y la rabia, echo lejos de mí este maldito usurpador, y el arte que se escurre me llena de su recuerdo decepcionante y amargo.
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Transcripción tomada del blog Calle del Orco. Textos publicados originalmente en Escritos sobre pintura. Edición y traducción de Chantal Maillard. Madrid: Vaso Roto, 2018.
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