Para aprender poesía hay que aprender a leer por dentro, silabeando, balbuceando, jugando... No con entendederas lógicas, sino imaginativas. El reparo que se hace a la palabra poética, cuando alguien reclama que no se entiende, tiene que ver con una trampa que se llama exactitud.
Yo aprendí a leer por dentro a los clásicos. Leímos juntos en clase lo mismo a San Juan que a Fray Luis de León. Por eso hoy me parece absurdo que los muchachos no sepan, no tengan el olfato de la lectura. No intraleen, no se demoran, no reparan en lo que una sílaba es, en lo que es una vocal. No lo hacen porque no hay tiempo y todo va deprisa en esa máquina sigilosa y pretenciosa. Y no es que tenga nostalgia, sólo sé que tengo otro ciclo en la vida de Occidente y del mundo. Este diálogo lo deberíamos tener en la playa de Lebu. Allá entenderías quién soy y cómo ha brotado la palabra mía con ese oleaje. Yo soy las palabras que he escrito, las que me fueron dadas. El dios y el amor se encuentran definidos en mi obra, en particular en el poema “¿Qué se ama cuando se ama?” Ahí está todo, ahí está la perplejidad, la conjetura, el no saber. Yo no estoy por el saber, estoy por el no sé. Aproximadamente sé, pero no sé cabalmente. No llego bien, soy inconcluso. De ahí mi rechazo absoluto a la exactitud.
El poeta es un animal de palabras, hecho de palabras, de ahí la dificultad y el mudo rechazo de su lectura. [Las personas] no quieren darse el trabajo de indagar en el silabeo, en el mundo desde aquí.
No tienen idea de que la poesía es fónica y semántica al mismo tiempo. Y como se hace con palabras, la poesía tiene que sonar, hay una suerte de zumbido. En esto he propuesto la palabra zumbido más que la palabra sonido. Si la poesía se hace con palabras, tiene al menos dos cuerdas, la fónica que es la del sonido y la semántica que es el sentido o el significado.
Entonces, como la poesía no te entrega el significado con relato, ni con descripciones, o pormenores, poco es su interés, por muy lindos que sean ellos o muy bien tramados.
La poesía se entrega con la respiración que la palabra es. La dificultad de dialogar con un poeta empieza en conocer su sistema poético; esto es, ¿cómo le funciona a él la palabra, cómo se encontró él con la palabra? ¿Cómo me encontré yo con la palabra? Ese es un dato interesante.
Como ya lo he dicho, en mi infancia, en aquella casa de tablas que mi padre construyó y que era larga, un día que caía mucha lluvia –en esa zona la lluvia es lluvia y el viento es viento poderoso–, estábamos ahí jugando los niños, los ocho hermanos, ahora no recuerdo los pormenores de los ocho, pero en medio de las risas y de los encantos y de los diálogos de los niños, empezó a tronar, a sonar en lo alto relámpagos. Este ruido de aguas, el sonido enorme que venía de las cuevas, porque cuando el mar soplaba desde abajo formaba un tubo y ese tubo se convertía en una bocina impresionante que se esparcía por todo el pueblito, y la gente decía “ya está mugiendo el toro”. Ese era el aviso de que venía una tormenta muy grande.
Estábamos en eso, cuando uno de mis hermanitos dijo esa palabra: relámpago.
Todavía me veo cómo voy volando en ella, y hasta me enciendo en ella. Y toco las palabras, las huelo, las beso, las descubro y me fascino porque son mías desde los seis y los siete años, cuando recién aprendí a leer. Las palabras en mí, arden y se me aparecen vivas, muy vivas con un sonido más allá de todo sentido. Relámpago, relámpago –dijo él, con su voz de niño. Yo, con mis cinco años de edad, no lo miré a él, pero me quedé con mi oreja oyendo por dentro esa palabra, relámpago. ¿Qué fue lo que vi? ¿Qué fue lo que oí? Oí mundo, oí más que mundo, oí misterios.
Esteban Ascencio. Memorias de un poeta. Diálogo con Gonzalo Rojas. México: Editorial Rino, 2002. 112 pp.
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