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El libro de Aurora

Writer's picture: iván garcía lópeziván garcía lópez


La tarea de escribir


Llenarás las palabras de ti mismo,

llenarás las palabras de palabras,

llenarás con las cosas las palabras:

quedan siempre vacías.

Vaciarás las palabras de ti mismo,

vaciarás las palabras de palabras,

vaciarás de las cosas las palabras:

queda siempre el vacío.

¿Dónde estarás tú mismo,

dónde las cosas, dónde las palabras?



Fuegos fatuos


Have not old writers said

That dizzy dreams can spring

From the dry bones of the dead?


W.B. Yeats, The dreaming of the bones



¿Quién sueña en la noche del invierno?

¿El alma contradictoria que no supo elegir?

¿La piel que creyó el espejismo del mediodía

en las playas desiertas donde hierve la luz?

¿La lengua gárrula y falaz

agitándose en la boca sin dientes?

¿Los ojos cada vez más pálidos

perdidos en el fondo de las órbitas

como en un horizonte sin retorno?

¿O los quietos huesos

ardiendo eternamente intactos

en recuerdo del fugaz amor?


(París, 23 de octubre de 1990)




Último testamento


El que se ausenta se lleva algo.

Poco me va quedando de lo que creí tener al principio.

También mis herederos cambian,

menguan por desamor,

distancia, olvido.

Así, cada día vuelvo a escribir mi testamento,

cada día más breve. Poco me va quedando.


Cuando se lo hayan llevado todo

como un papelito me doblaré en cuatro,

olvidada me dejaré entre las páginas que leía

cuando aún me quedaba algo.

Alguien apagará la luz.



Tilo en Deyá

Para Arnaldo


El tilo, entero en su estar.

Lo transparenta el sol.

Verde es el sol en el tilo.

El viento hace su ronda:

cimbra desde la raíz el ciprés,

tiemblan las hojas del almendro;

el tilo asiente, saluda,

su gran cuerpo respira.

¿Duerme? ¿Duerme de noche?

¿Sueña su perfume que perfuma mi sueño?


(Deyá, 4 de junio de 1984)



Recuerdos de viaje

Para Dana


Los ojos inundados por vastos cielos

que otros ojos miraron,


por montañas de cintas rosadas

superpuestas, plegadas,

contra la lisa, impávida porcelana azul

(tiemblan las montañas,

el cielo siempre quieto);


por ríos de hielo que avanzan,

perezosos,

en procesión de comulgantes

y cada tres años se separan,

fragorosos,

en lentos bloques solitarios;


por cortinas de agua que se desploman

con estruendo

en infinitos arcoíris,


por praderas que otros respiraron

y me llenan de aire los pulmones

y el frío austral que otros sufrieron

y ahora me hace tiritar


y el olor de las matas perfumadas

que crecen en lo más árido de los pedregales

e impregna este recuerdo que no tengo:


habitante de cielos bajos, sulfurosos,

entre grises paredes borroneadas

por un resentimiento obsceno,

por la patética derrota,

por la declaración de amor que nadie escucha,


con un río marrón que no se mueve

y el llanto enfermo de la lluvia

tratando de borrar

la nostalgia de esa patria ignorada

que nunca fue la mía.



(París, 6 de diciembre de 1990).



Adelaida rota


A veces uno se pregunta por qué se acuerda de algunas cosas y se olvida de otras. No sólo eso: por qué insiste con tanto empeño en no olvidarlas si no consigue descubrir la razón de que estén ahí, ocupando el lugar que en la memoria deberían llenar fechas, onomásticos, caras amadas o detestadas. Pero no, una se empecina en verse así como ahora yo me veo en un tiempo remoto, montada por primera y última vez, que yo sepa, en un caballo veloz, apoyada en la pared protectora de un cuerpo tibio, cabalgando por una llanura enorme que se van tragando por atrás las sombras del atardecer y que por delante se come el fantasma de un pueblo adivinado, quizás inexistente. Eso está tan lejos que es necesaria una encuesta tozuda para cuándo y cómo, y nunca con seguridad.


A lo mejor fue tu primo Emilio, aquella vez que volvían de San Amaro y llegaron un poco tarde y yo estaba tan inquieta. "Es un disparate salir a caballo con una nena tan chiquita", le había dicho. Y me la trae colorada de sol, como borracha, y esa misma noche delirabas con Adelaida que se cae y se rompe, se hace trizas contra el suelo pedregoso, junto a un mar de silencio. Eso dice que lo dije después, cuando pensaba en la cosa, no en la noche del delirio, porque a esa edad, dos años o tres, tal vez ya eran tres, no se puede hablar de suelo pedregoso y de olas enorme que se rompen sin ruido contra un acantilado. Aunque uno llega a pensar si lo que hacen los chicos no es encontrar las palabras con las que han de nombrar, cuando todo se ha perdido, las cosas que supieron en su momento, con esa percepción intensa e infalible del que ve sin poner nombre. Aquí alguien me repetirá, ya me lo han dicho, que no hay cosa si el nombre no está ahí como pantalla y como espejo, para tapar y descubrir al mismo tiempo, para incitar a ver lo que de otro modo no miraríamos. Yo sé que me tiendo en la cama, me tapo bien, incluso la cara y siento el calor dulce de un cuerpo, un espacio interminable como la felicidad y la certeza del amor que le da a la escena del crepúsculo un rosa creciente y no declinante, un rosa de alborada.


A Emilio no le puedo preguntar nada. Se ha vuelto espeso, no tiene más memoria que para los pagarés ajenos que irremisiblemente van venciendo en su favor, tantas cosas serias no le dejan tiempo para rellenar absurdos huecos en la memoria de los demás ni en la propia siquiera, porque me mira con asombro cuando le digo vos ya eras un hombre, ¿cómo no te acordás de aquella tarde?


La única que algo de memoria tiene es mamá. Siempre me considero un poco rara, me mira como a un bicho y toma por peculiaridades cosas que para otro serían triviales o francamente incomprensibles, con la sospecha de que su sentido oculto es un sinsentido más. Por ejemplo, me dice, la misma frase la repetiste cuando se te rompió aquella muñeca más grande que vos que habías sacado a la puerta para lucirte. Los placeres de la vanidad te duraron poco; apenas una tarde, una rato de una tarde. Volviste corriendo, despavorida, gritando: "¡Se rompió Adelaida!", y yo al principio no entendí, porque no sospechaba que le hubieras puesto ese nombre a la muñeca, no es un nombre de muñeca, en todo caso no es el nombre que a los cinco años una le pone a su muñeca. Corrí a la puerta y la vi caída de bruces delante del umbral, el pelo rubio tapando la destrucción imaginable de la cara. Esa noche también tuviste pesadillas. Te desperté y hablaste del mar y de Adelaida rota sobre las piedras. Yo te dije: "No hay ninguna Adelaida, dormite". Y te dormiste sin sueños y por la mañana estabas bien y llevamos la muñeca a arreglar.


¿Y no te llamó la atención que una vez más hablara de Adelaida? Sí, me llamó la atención porque era un nombre raro en la familia, entre los conocidos, pero los chicos son así, vaya a saber dónde lo habría oído.


Narualmente, a vos, Emilio, es inútil que te lo pregunte, no te acordás de nadie que se llamara así, o de alguien, sí, pero muy lejos, sin importancia. En todo caso, fue antes. ¿Antes de qué, Emilio? Este es un orden sin antes ni después. ¿Quién cree en el antes y después, Emilio? No me mires con esa cara del habla con una loca. Cuando corríamos por la planicie, yo sabía que aquella felicidad no era un anuncio de la que después conocimos, ya era la de después, así como ahora es inútil que me digas que no hay ninguna catástrofe unida a esa felicidad que conocí con alguien de quien nunca estuve tan cerca como a los tres años, en un caballo que corría hacia un pueblo perdido en el rosa de un crepúsculo. No importa que no seas aquel adolescente de pelo revuelto de quien me enamoré entonces, ni yo de quien te enamoraste entonces aunque no lo supieras, y aunque no lo creas ahora, al cabo de tantos años, convertido en un sólido marido, en un sólido olvido de Adelaida.


A veces, a fuerza de insistir, a fuerza de querer ver que hubo un día, antes de la cabalgata, me parece que voy a descubrir algo, por qué nadie dice nunca qué pasó con Adelaida, con la otra, adolescente enferma desaparecida entre gritos y llantos de tías recatadas. Pero no puedo, no lo consigo, entonces levanto las mantas, saco la cara de debajo y te miro dormir y digo: "Adelaida, Adelaida", y veo que te tiemblan los párpados, como si a través del sueño entendieras el llamado, y dormido, aceptaras por fin explicarme cómo, por qué se estrelló Adelaida contra el suelo pedregoso, porque voy entendiendo vagamente que Adelaida también te habitaba entonces, en aquella planicie, que había que expulsarla de allí para que yo pudiera instalarme en su sitio, que en algún lugar remoto donde estuviste tantos años, esos años en que te volviste espeso y rico y marido, donde la empujaste para que se rompiera como una muñeca y pudiera entrar yo en tu vida, tu juguete, el definitivo, como yo empujé a la muñeca Adelaida, para se rompiera, para vivir yo en lugar de ella.




 
 
 

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