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Writer's pictureiván garcía lópez

El grito, la voz: Ramón Andrés


Llegará el tiempo en el que el ser humano «se reúna alrededor de su propio grito», como ha dicho Emanuele Severino en El parricidio fallido (ii, 1). En sus páginas señala que «la evocación del grito es la música originaria de los mortales» (ibid., ii, 1) y, también, que «el grito está en el centro de la fiesta arcaica […], está en la casa natal de la palabra» (ibid., ii, 2).


El grito, el gritar. Su nombre deriva de aquel quiritare que se producía cuando los ciudadanos, los quirites, pedían auxilio. Gritar era llamar a los otros. O, todavía más, el queritari explicaba la escisión arcaica, la voz que regresa a su parte más primitiva, al no lenguaje. No es el grito proferido contra el semejante, no es la onda irregular que lo aturde y humilla. Estamos hablando del grito lanzado a solas, del grito primitivo y en apariencia inmotivado, el que no obedece al dolor. Hablamos del que no tiene respuesta a la ira, como ocurre en el rostro salido del taller de Franz Xaver Messerschmidt; no es el Skrik de Edvard Munch; no es L’anima dannata de Miguel Ángel que grita. Nos referimos a esa violencia primigenia, a la señal solitaria que confirma una colisión con el mundo. Está en la raíz de lo humano. Se grita porque el entorno grita. Gritar, en el fondo, significa aislarse.


Se trata de un sonido que es reactivo ante lo real, furia del inicio. Georg Simmel definió el grito como el reflejo de una incapacidad lingüística ante un «acontecimiento psíquico elevado» (Estudios psicológicos y etnológicos sobre la música, pp. 22-25). Es la desmesura que sale de la garganta del aqueo Esténtor; es el ¡Alalá! de Aquiles retumbando como una trompeta: la diosa de ese mismo nombre se hacía audible en las batallas. Los hoplitas lanzaban un ¡Alalá! porque imitaban el graznar del cuervo en presagio de los enemigos muertos. Hay un grito de todas las muertes, de todos los compianti: el de María y María Magdalena salidas de Niccolò dell’Arca, el de Bernini, el de Enrico Ferrarini.


En Eleusis se oía un iachḗ, y en los cortejos dionisíacos un evohé. Misterio y ruptura.


Ramón Andrés. Filosofía y consuelo de la música. Barcelona: Acantilado, 2020. p. 25s.



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