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Writer's pictureiván garcía lópez

Con el vaquero Mariano: J. Guimarães Rosa


Los animales toros, bueyes, terneros, vacas traídos grupo a grupo y reunidos en un solo rebaño, redondo, en medio del campo llano, oscilando y girando con ondas de afuera hacia adentro, y del centro a la periferia, y los vaqueros parados a la distancia o cabalgando en círculos, o cruzando galopes, como oficiales de una batalla antigua, buscando, separando, conduciendo pero siempre vigilando la inmensa bomba viva, que amenaza astillarse y explotar en cualquier momento, y que persevera en la resonancia de mugidos: fino, grueso, lejos, cerca, fuerte, flaco, fino grueso.








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En aquel tiempo yo vivía en Calango-Frito y no creía en hechiceros. Y el contrasentido era más evidente, porque ya entonces –y excluida cuanta cosa sosa de nosotros todos allá, y otras manías triviales como: sal derramada; cura viajando con la gente en tren; no hablar de rayo; cuando mucho, y si el tiempo es bueno, "chispea"; ni decir lepra: sólo el mal; primer paso con el pie izquierdo; gallo de pescuezo pelado; risotada renga de suindar; perro, chivo y gato, negros; y, lo principal; mujer deforme, encuentro sobre todos fatídicos; porque, ya entonces, como iba diciendo, podría confesar, en un censo aproximado: doce tabués de no-uso propio, ocho reglitas ortodoxas preventivas; veinte pésimos presagios; dieciséis casos de toque obligatorio en la madera; otros diez exigiendo la higa digital napolitana, a más de la legítima, ocultando bien la cabeza del pulgar; y cinco o seis indicaciones de ritual más complicado; total: setenta y dos-nueves fuera, nada.


Aparte de lo hablado, traía conmigo una fórmula gráfica: trece consonantes alternadas con trece puntos, traslado hecho a medianoche del viernes de Pasión, que garantizaba invulnerabilidad a picaduras de oficios: aún de una cascabel en ayunas, pisada en la ladera de la antecola, o de una yararaca-papuda, corriendo bosque en cacería urgente. Lo digo en serio que yo no mandaría confeccionar con el papelucho el escapulario en bayeta roja, porque eso sería humillante; lo usaba doblado, en la cartera. Sin él, sin embargo, no me aventuraría jamás bajo las lianas o entre los matorrales. Y sólo hoy es que descubro que yo era así el peor-de-todos, igual que el Saturnino Pingapinga, malandro que –la historia es antigua– erró de puerta, durmió con una mujer que no era la suya, y se curó de un ahogo, trayendo la receta médico en el bolso, sólo porque no tenía el dinero para hacerla preparar. Pero, hechiceros, no.



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El cielo estaba extenso. Lejos, los carandás bloques más negros de un solo contorno. Las estrellas paraban rodeo: estrellas grandes, próximas, desengastadas. Un caballo relinchó, quebrado a la distancia, repitiendo, los grillos, mil, mil, se telegrafiaban: que el Pantanal no duerme, que el Pantanal es enorme, que las estrellas van a llover... José Mariano caminaba yendo, con andar bamboleante, cabeza baja, rumiando su cansancio. Se abría y unía, con él –vaca negra– la noche, vaca.


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Retomamos la marcha, repetíanse los paisajes. Los mismos albardones, entre largos matos y grupos de palmeras, los siempre seguidos campos-puntuados de barrizales y arenones, salinas y esteros, rayados de "corixos" y marismas el pasto franco, en que el ganado huelga en familias promiscuas, o donde los bueyes palustres perinvernan. El ladrido de los socos, los tuyuyús de plastrón bermejos; el pollo de agua, volando de pico en ristre; revuelos los de las espátulas, como palios color-de-rosa. Los toros enlotados expontáneamente. Las vacas tolerantes, remugiendo, desdeñadas Pasifaes. El pío blanco de la piririta. Osamentas tristes, jugadas en lo verde. Los bueyes, formando constelaciones o largos rebaños caminando hacia la aguada, uno de pos en uno, tras atrás. Pasto-blanco, pasto-colorado. Baldío, el soluble cielo. Y las garzas, virgíneas, regias, o procesiones de almas en sudarios. –Txiu, txiu –cantaba el cancao, negro y blanco, de espaldas azules. El juan-cabral, pequeño, ceniciento, gorjeaba y abucheaba: - Tchô-tchâ-tchî-tchâ-tchô-tchau! Y oculto, el carao; ca-rao! ca-rao! que acostumbra cantar la noche entera, en la orilla del corixo donde habita.




João Guimarães Rosa. Con el vaquero mariano. Traducción de Washington Benavides y Eduardo Milán. Montevideo: Lectores de la Banda Oriental, 1979.


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