Traducción de Rosemarie Ortloff
La primera vez que llegué donde Rodin, en Meudon, y desayuné, afuera, en una mesa con personas desconocidas, a quienes no había sido presentado, comprendí que su casa no era nada para él, una pequeña y miserable necesidad quizás, un techo para tiempo de lluvia o para las horas de sueño; que no era una preocupación para él, no era un peso para su soledad ni para su dignidad.
Llevaba profundamente dentro de sí la oscuridad de una casa, refugio y descanso, y sobre ella él se había constituido, solo, como cielo y alrededor, como un bosque y anchura y un gran río que continuamente seguía deslizándose. ¡Oh, qué solitario es este anciano, qué sumido en sí mismo está, erguido, lleno de savia como un árbol viejo en otoño! Se ha vuelto profundo; a su corazón le cavó una gran oquedad y su latido llega de más lejos, como desde una montaña; sus pensamientos se mueven alrededor de él y lo llenan de pesadumbre y dulzura y no se pierden en la superficie; él se ha puesto apático y duro con lo superficial y está entre la gente como rodeado por una vieja corteza; sin embargo, se abre a lo importante y está totalmente entregado cuando está con objetos o cuando animales o personas lo conmueven suavemente como motivos.
Entonces es aprendiz y principiante y espectador e imitador de bellezas que de otro modo, entre dormidos, distraídos e indolentes, se habrían perdido. Entonces es el atento al que nada escapa, el amante que constantemente percibe, el paciente que no cuenta, que no piensa en querer lo inmediato. Siempre es lo que mira y que con el mirar rodea, lo único, el mundo sobre el cual todo acontece; cuando crea una mano, entonces ésta está sola en el espacio y no hay nada más que mano, y Dios creó en seis días sólo una mano y vació alrededor de ella las aguas, y sobre ella curvó él cielo y descansó sobre ella cuando todo estuvo terminado, y era una magnificencia, una mano.
Y esta manera de mirar y vivir es tan firme en él porque la adquirió siendo artesano; en ese entonces, cuando adquirió tan interminablemente inmateriales y sencillos elementos de su arte, adquirió también esa gran rectitud, este desde ningún punto de vista vacilante equilibrio frente al mundo. Como le era dado ver motivos en todo, adquirió la posibilidad de construir objetos, y éste es, pues, precisamente su gran arte. Ahora no lo turba ya ningún movimiento, puesto que sabe que sobre y bajo una superficie en reposo hay movimiento y puesto que él solamente ve superficies y sistemas de superficies que determinan formas de un modo preciso y claro.
Para él no hay nada indefinido en el objeto que le sirve de modelo; hay allí miles de pequeños elementos en la superficie, introducidos en el espacio de una manera conveniente, y su labor es, cuando según eso crea una obra de arte, acomodar el objeto en el extenso espacio de una manera más íntima, más fuerte, mil veces mejor, que, por decirlo así, no se mueve cuando uno lo sacude. ¡Oh Lou! En un poema que yo sé bien logrado hay mucha más realidad que en cualquiera relación o inclinación que yo sienta. Estoy completamente cierto de lo que creo, y yo quisiera encontrar la fuerza necesaria para fundar mi vida enteramente en esta verdad, sobre esta infinita sencillez y alegría que a veces me es dada.
Ya al ir hacia Rodin buscaba yo eso, pues, sin sospecharlo, desde años ya sabía infinitos ejemplos y modelos de su obra. Ahora que vengo de él, sé que tampoco yo debería exigir ni buscar otras realizaciones que las de mi obra… Pero ¿cómo debo empezar a andar por este camino? ¿Dónde está la labor manual de mi arte, su más honda o más pequeña parte en la cual pudiera empezar a ser activo?
Tengo en mí una paciencia de siglos y quiero vivir como si mi tiempo fuese muy largo; quiero concentrarme de todas las dispersiones, y de aquellas inversiones demasiado ligeras quiero recobrar lo mío e ir juntándolo. Pero aun me falta la disciplina, el poder y deber trabajar hacia lo cual tiendo desde hace años. ¿Me falta la fuerza? ¿Está enferma mi voluntad? ¿Es el ensueño el que traba en mí toda labor? Pasan los días, y a veces oigo ir la vida. Y aun no ha sucedido nada; nada es aún realidad en torno a mí y aun me divido y desparramo, y tanto como quisiera ir sólo por un cauce y llegar a ser grande.
Porque, ¿no es verdad, Lou, que debe llegar a ser así: que nosotros debemos ser como una corriente y no entrar en canales y llevar agua a las praderas? ¿No es verdad que debemos concentrarnos y formar bullicio? Quizás podamos, cuando estemos ya muy ancianos, una vez, muy al final, ceder, extendernos y desembocar en un delta…”.
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Rainer Maria Rilke. Cartas. Traducción del alemán y del francés por Rosemarie Ortloff. Chile: Zig-zag, 1951.
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