La poesía, como el amor, carga de todo su contenido, somete a todos sus espacios el rostro, el gesto, la palabra. Estos, en el instante de ser, sin ella estarían muertos —o limitados para siempre a su estrecha forma, lo cual es morir de otra manera.
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La novela toma cuerpo para luego vestirse. Tomando alma, la poesía permanece desnuda.
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La hora árida: unas llaves sobre la mesa y ninguna puerta que abrir.
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La poesía sugiere. Por eso está, más de lo que uno cree, cerca de la vida, —la vida que está siempre más acá del instante que golpea.
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La poesía no es la presa del poema. La poesía asedia y se eclipsa. Dejándonos más grabados en la arcilla o más liberados de un eslabón, cuando hemos presentido, fuese sólo una vez, la inmensidad de la aventura humana, podemos preguntarnos qué fuerza nos retiene en lo estrecho. ¿Qué fuerza está allí, haciéndonos, de todos modos, proseguir la ruta sin fomentar trastornos ni derribar muros? La poesía —si se inscribe en nosotros— a la vez que admite mirarnos caminar, nos libera.
A veces, contemplándose en uno de nuestros destinos, nos descubre el envés terrestre que es el amor. Entonces, a pesar de las tensiones, nos sentimos salvados; y en realidad lo estamos, salvados, aquí y en otra parte.
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Lo que nos sobrepasa y cuya semilla llevamos tan ciertamente como llevamos nuestro cuerpo, eso se llama: Poesía.
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El poema se nutre de movimientos. Su ritmo es el de la ola, su designio es atravesar.
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Hostil a las verdades del eclipse, el poeta sólo se preocupa por el hombre a la búsqueda de su rostro hundido.
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La poesía es natural. Es el agua de nuestra segunda sed.
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Para el poeta es vital levantar ecos y saberlo. Nadie mejor que él se aviene con las soledades; pero también, ningún otro tiene más necesidad de que su tierra sea visitada.
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El poeta habita fuera de las murallas. Si no rompiera los diques, ¿cómo juntaría sus tierras con la tierra, y la Palabra con las palabras?
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La poesía nada posee. A veces, basta un camino que gire sobre sí mismo o una ventana entreabierta para que la poesía —ave de los intervalos— surja en una parcela de vida.
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El extremo —obsesión del poeta— permanece más allá de lo posible. No obstante, sin esperanza final, el poeta continúa avanzando, encaminándose hacia el horizonte que se ensancha, cada paso metamorfosea su tierra cotidiana: hiedra sobre su piel libre.
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Si el llamado del poema no es apremiante, el de la poesía es de un aliento. Fiebre perpetua que el devenir hace arder.
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Para deletrear los signos del mundo, la poesía se endosa el mundo del cual procede. Pero a través del enjambre de los poemas —intacta y sin embargo removida— la poesía permanece en futuro.
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En su tierra labrada, el poeta —por un tiempo— se apacigua del grito que él mismo lanza; poema en su noche.
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El poeta avanza por sofrenadas: aletazos y recaídas. La experiencia le enseña que la caída es el presagio del vuelo; pero en lo más oscuro de una angustia, esta es memoria es de frágil socorro.
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Cuando se hace el poema, una fiebre feliz encanta el alma; cada palabra irradia. ¡Lo inexpresado encontrará, esta vez, en el verbo, su justa metamorfosis! Pero, ¡ay! Sobre los lugares del poema bien pronto es el sobrio regreso. La antorcha se ha vuelto ceniza, el impulso se golpea contra los muros. El poeta confía a los otros las mañanas de su poema. Para ellos, los arrebatos y la magia perdida.
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Sólo los otros devolverán el poeta a esta poesía, de la cual él será únicamente el incierto y muy cuidadoso artesano.
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Siempre un poco a contracorriente del último poema vivido, la poesía no podría decepcionarnos. Digo: un poco, porque es preciso domesticar lo imposible; querer que un pasaje exista, al alcance de la voz, al alcance de la mirada.
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La victoria final de la poesía carecería de objeto. Sólo podría tener la cualidad de un respiro, vulnerable y, no obstando —para siempre—, en vilo más allá de nuestras frentes. Ser la gran vencida es lo que da a la poesía su nobleza, nos vuelve solidarios de su belleza.
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La poesía —a través de vías desiguales y sigilosas— nos conduce hacia el amanecer, hacia el país de la primera vez.
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Mirar en poesía, es obtener el derecho al reverso de la imágenes. El agua que se abre a los reflejos de este mundo y los prolonga infinitamente, el agua que corre sin cesar es hermana de la poesía.
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El amor es toda la vida. Es vano pretender que hay otros equilibrios. El desprovisto de amor traza por todas partes círculos cuyo centro no es.
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El corazón se ríe del absurdo. Su verdad está en el mediodía de las contradicciones.
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El amor como la muerte —que navegan fuera del tiempo— alisan nuestras frentes, afinan nuestros rostros. Al borde de lo que es vasto, la mirada ya no vaga. Y el aliento, cómplice de la angustia y de los días, encuentra al fin su paso.
Andrée Chedid. Tierra y poesía. Traducción de Alfredo Silva Estrada. Venezuela: Monte Ávila Editores, 1992.
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