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Writer's pictureiván garcía lópez

Piotr Kropotkin: Sobre las catedrales de la Edad Media


Ya durante este período [siglos X y XI] comenzó la obra de embellecimiento artístico de las ciudades con las producciones arquitectónicas que aún admiramos y que dan fe del movimiento intelectual que por entonces se estaba produciendo. “Los templos fueron renovados en casi todo el universo”, escribía en su crónica Raoul Glaber, y algunos de los monumentos más maravillosos de la arquitectura medieval datan de este período: la asombrosa iglesia antigua de Bremen fue construida en el siglo IX; la catedral de San Marcos, en Venecia, fue terminada en el año 1071, y la hermosa catedral de Pisa, en el 1063. En realidad, el movimiento intelectual del siglo XII que se ha descrito con el nombre de Renacimiento y el racionalismo precursor de la Reforma tienen su origen en este período en que la mayoría de las ciudades constituían aún simples aglomeraciones de pequeñas comunas aldeanas, rodeadas por una muralla común, y algunas se convirtieron ya en comunas independientes.

Pero aún era necesario otro elemento, además de la comuna aldeana, para dar a estos nuevos centros de libertad e ilustración la unidad de pensamiento y acción y la gran capacidad de iniciativa que forjaron su poder en el siglo XII y XIII. Bajo la creciente diversidad de ocupaciones, oficios y artes, y el aumento del comercio con países lejanos, se requería una forma de unión que la comuna aldeana no había sido capaz de proporcionar. Este nuevo elemento necesario fue encontrado en los gremios. Muchos volúmenes se han escrito sobre estas uniones que, bajo el nombre de gremios, guildas, hermandades, cofradías, y druzhestava, minne, artels en Rusia; esnaifs en Serbia y Turquía, amkari en Georgia, etcétera, adquirieron gran desarrollo en la Edad Media [...].


Exactamente eso ocurría cuando cierto número de artesanos, albañiles, carpinteros, picapedreros, etc., se unían, por ejemplo, para la construcción de una catedral (1). A pesar de que todos ellos pertenecían a la ciudad, que ya tenía su propia organización política, y a pesar de que cada uno de ellos pertenecía a su propia corporación, al juntarse para una empresa común que sabían llevar a cabo mejor que ninguna otra, se unían además en una organización fortalecida por lazos más estrechos, aunque fuesen temporales: fundaban un gremio, un artel o cooperativa, para la construcción de la catedral. Vemos lo mismo actualmente en el çof cabileño. Los cabilios tienen su comuna aldeana, pero resulta insuficiente para la satisfacción de todas sus necesidades políticas, comerciales y personales de unión, debido a lo cual se constituye una hermandad más estrecha en forma de çof [...].

La nueva dirección tomada por la vida humana en la ciudad de la Edad Media tuvo enormes consecuencias en el desarrollo de toda la civilización. A comienzos del siglo XI, las ciudades de Europa constituían principalmente pequeños grupos de chozas miserables que se agrupaban alrededor de pequeñas iglesias cuyos constructores apenas si sabían trazar un arco. Los oficios, que se reducían principalmente a la tejeduría y a la forja, se hallaban en estado embrionario; la ciencia encontraba refugio sólo en algunos monasterios. Pero trescientos cincuenta años más tarde el aspecto de Europa cambió por completo. La tierra estaba ya cubierta de ricas ciudades, y estas ciudades estaban rodeadas por altos y espesos muros adornados por torres y puertas ostentosas, cada una de las cuales era una obra de arte. Catedrales concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos decorativos, elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura se manifestaba la audacia imaginativa y la pureza de formas que vanamente nos esforzamos en alcanzar en la época presente. Los oficios y las artes se elevaron a tal perfección que hoy apenas podemos decir que las hemos superado si no colocamos la velocidad de la fabricación por encima del talento del trabajador y el superior acabado de su trabajo. Las flotas de las ciudades libres surcaban el mar Mediterráneo en todas direcciones, tanto por el norte como por el sur, y sólo un pequeño esfuerzo les permitiría cruzar el océano. En vastas extensiones, el bienestar ocupó el lugar de la miseria. La educación se desarrolló y se extendió.

Aun si las ciudades medievales no nos hubieran dejado ningún documento escrito por el cual juzgar su esplendor, y no hubiera quedado tras ellas más que los monumentos de su arte arquitectónico que hallamos dispersos por toda Europa, de Escocia a Italia, y de Gerona, en España, hasta Breslau, en el territorio eslavo, aún podríamos afirmar que la época de las ciudades independientes fue la del máximo florecimiento del intelecto humano durante todos los siglos del cristianismo hasta el fin del siglo XVIII. Mirando, por ejemplo, el cuadro medieval que representa Núremberg, con sus decenas de torres y elevados campanarios que llevaban el sello del arte creador libre, apenas podemos imaginar que sólo trescientos años antes la ciudad era únicamente un montón de chozas miserables.

Lo mismo podemos decir de todas las ciudades libres de la Edad Media, sin excepción. Y nuestro asombro aumenta a medida que observamos en detalle la arquitectura y los ornatos de cada una de las innumerables iglesias, campanarios, puertas de las ciudades y casas consistoriales diseminados por toda Europa, empezando por Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y llegando, en el este, hasta Bohemia y las ciudades de la Galicia polaca, ahora muertas. No solamente Italia –madre del arte–, sino toda Europa, estaba repleta de semejantes monumentos. Es extraordinariamente significativo, además, el hecho de que de todas las artes, la arquitectura –ese arte social por excelencia– alcanzara en esta época el más elevado desarrollo. Para llegar a ser lo que fue, tuvo que ser originado por una forma de vida eminentemente social.

Pero la arquitectura medieval, como vio justamente Ruskin, no alcanzó tal grandeza sólo por ser el desarrollo natural de un oficio artístico; porque cada edificio y cada ornato arquitectónico fueran concebidos por hombres que conocían por la experiencia de sus propias manos los efectos artísticos que pueden obtenerse de la piedra, el hierro, el bronce o las vigas y el cemento mezclado con guijarros; o porque cada monumento fuera el resultado de la experiencia colectiva acumulada en cada "misterio" u oficio. La arquitectura medieval era grande porque era la expresión de una gran idea (2). Como el arte griego, surgió de la concepción de la fraternidad y la unidad alentadas por la ciudad. Poseía una audacia que sólo pudo ser lograda mediante múltiples luchas y victorias; respiraba energía porque toda la vida de la ciudad estaba impregnada de energía. La catedral o la casa consistorial de la ciudad encarnaba el organismo del que cada albañil y picapedrero eran constructores. El edificio medieval nunca constituía el designio de un único individuo, para cuya realización trabajan miles de esclavos desempeñando un trabajo determinado por una idea ajena: toda la ciudad tomaba parte en su construcción. El alto campanario era parte de un gran edificio en el que palpitaba la vida de la ciudad; no estaba colocado sobre una plataforma sin sentido como la torre Eiffel de París, ni era una construcción falsa, de piedra, erigida para ocultar la fealdad del armazón de hierro que le sirve de base, como se ha hecho recientemente en el Tower Bridge de Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la catedral medieval tenía por objeto glorificar las grandezas de la ciudad victoriosa; encarnaba y espiritualizaba la unión de los oficios, y era la expresión del sentimiento de cada ciudadano, que se enorgullecía de su ciudad, puesto que era su propia creación. No era infrecuente también que la ciudad, después de haber realizado con éxito la revolución de sus oficios, construyera una nueva catedral con objeto de expresar la nueva unión, más profunda y amplia, que había aparecido en su vida.

Las catedrales y casas consistoriales de la Edad Media presentaban todavía otro rasgo asombroso: los recursos efectivos con los que las ciudades acometían sus grandes construcciones solían ser desproporcionadamente reducidos en la mayoría de los casos. La catedral de Colonia, por ejemplo, se inició con un desembolso anual de 500 marcos, más una donación de 100 marcos, que se inscribió como aportación importante. Cuando la obra se aproximaba a su fin, el gasto anual apenas llegaba a los cinco mil marcos, y nunca sobrepasó los catorce mil, a pesar de que las donaciones crecieron proporcionalmente. La catedral de Basilea fue construida con los mismos medios insignificantes. Pero cada corporación ofrendaba para su monumento común su parte de piedra y de genio decorativo. Cada gremio expresaba en ese momento sus opiniones políticas, refiriendo, en la piedra o el bronce, la historia de la ciudad, glorificando los principios de "libertad, igualdad y fraternidad" (3); ensalzando a los aliados de la ciudad y condenando al fuego eterno a sus enemigos. Y cada gremio expresaba igualmente su amor al monumento común ornándolo ricamente con ventanas, vitrales, pinturas y “puertas dignas de ser las puertas del cielo” –según la expresión de Miguel Ángel– o con ornamentos de piedra en todos los rincones de la construcción (4). Las pequeñas ciudades, y hasta las más pequeñas parroquias, rivalizaban en este género de trabajos con las grandes ciudades, y las catedrales de Lyon o de Saint-Ouen apenas desmerecen a la catedral de Reims, a la Casa Consistorial de Bremen o al campanario del Consejo Popular de Breslau. “Ninguna obra debe ser comenzada si no ha sido concebida en consonancia con el gran corazón de la comuna, formado por los corazones de todos sus ciudadanos, unidos en una sola voluntad común”, tales eran las palabras del Consejo de la Ciudad, en Florencia; y este espíritu se manifiesta en todas las obras comunales que están destinadas a la utilidad pública: los canales, las terrazas, los plantíos de viñedos y frutales alrededor de Florencia, los canales de regadío que atravesaban las llanuras de Lombardía, el puerto y el acueducto de Génova y, en suma, todas las construcciones comunales que se emprendían en casi todas las ciudades.

Todas las artes tenían el mismo éxito en las ciudades medievales, y nuestros progresos actuales en este campo, en la mayoría de los casos, no son sino la prolongación de lo que surgió entonces.


------ (1) Véase la descripción muy interesante del modo en que se construyó la catedral de Colonia en Dr. Leonard Ennee: Der Dom zu Köln, Historisches Einleitung, Köln, 1871, pp. 46-50.

(2) John Ennett (Six essays, Londres, 1891) escribió algunas páginas excelentes sobre este aspecto de la arquitectura medieval. Willis, en su apéndice a History of Inductive Sciences, de Whewell (t. I, pp. 261s), señaló la belleza de las relaciones mecánicas en la construcción medieval. "Maduró –dice– una construcción decorativa nueva que no contradecía y que no controlaba la construcción mecánica, sino que cooperaba y armonizaba con ella. Cada parte, cada moldura, se convierte en soporte del peso, y gracias al aumento del número de soportes que se apoyan mutuamente y la correspondiente distribución del peso, el ojo se deleita con la solidez de la estructura, a pesar de la fragilidad aparentes de las partes separadas". Es difícil caracterizar mejor el arte surgido de la vida social de una ciudad.

(3) Estas tres estatuas se hallan entre los ornamentos exteriores de la catedral de Notre-Dame de París, juntos con asombrosas "quimeras" e interesantes caricaturas escultóricas de monjes y monjas.

(4) El arte medieval, como el griego, no conocía esos establecimientos de antigüedades que llamamos "Galerías Nacionales" o "museos". Se pintaba un cuadro, se esculpía una estatua, se fundían los ornamentos de bronce para colocarlos en el lugar apropiado de un monumento de arte comunal. La obra de arte vivía allí; era una parte de un conjunto, daba unidad a la impresión producida por el todo.

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Fragmentos tomados de Piotr Kropotkin. "La ayuda mutua en la ciudad medieval". En El apoyo mutuo. Un factor en la evolución. Traducción de Luis Orsetti (revisada y corregida por Julio Monteverde y Maila Lema). La Rioja: Pepitas de calabaza, 2016. pp. 213-216 y 255-260.

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