Lección dictada por Paul Valéry el viernes 10 de diciembre de 1937 en la Cátedra de Poética del Colegio de Francia
Traducción de Rodolfo Alonso
Un poema es un discurso que exige y que implica una relación continuada entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Esa voz debe ser de tal modo, que se imponga y que se excite el estado afectivo del cual el texto sea la única expresión verbal. Quitad la voz y la voz necesaria, y todo se vuelve arbitrario. El poema se torna una serie de signos que no están ligados más que por estar materialmente trazados los unos después de los otros.
Por esos motivos, no cesaré de condenar la práctica detestable que consiste en abusar de las obras mejor hechas para crear y para desarrollar el sentimiento de la poesía entre los jóvenes, para tratar los poemas como cosas, para despedazarlos como si la composición nada fuera, para padecer, si no exigir, que sean recitados de la manera usual, utilizados como pruebas de mnemotecnia u ortográficas; en una palabra, para hacer abstracción de lo esencial de esas obras, de aquello que hace que sean lo que son, y no otras, y que les da su virtud propia y su necesidad.
La ejecución del poema constituye el poema. Fuera de ella, son fabricaciones inexplicables, esas series de palabras cuidadosamente reunidas.
Las obras del espíritu, poemas u otras, no se relacionan sino en eso que hace nacer lo que las hizo nacer a ellas mismas, y absolutamente en nada más. Sin duda, pueden manifestarse divergencias entre las interpretaciones poéticas de un poema, entre las impresiones y las significaciones, o más bien entre las resonancias que provocan, en el uno o en el otro, la acción de la obra. Pero he aquí que esta observación banal debe cobrar, frente a la reflexión, una importancia de primera magnitud: esa diversidad posible de los efectos legítimos de una obra, es la marca misma del espíritu. Ella corresponde, por otra parte, a la pluralidad de las vías que se ofrecen al autor durante su trabajo de producción. Es que todo acto del espíritu mismo está siempre como acompañado de cierta atmósfera de indeterminación más o menos sensible.
Me excuso por esa expresión. No encuentro otra mejor.
Coloquémonos en el estado al cual nos transporta una obra de aquellas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos, o cuando ellas nos poseen más. Nos encontramos entonces repartidos entre sentimientos nacientes cuya alternancia y contraste son bien notables. Sentimos, por una parte, que la obra que actúa sobre nosotros nos conviene tan de cerca que no podemos concebirla diferente. Aun en ciertos casos de supremo contentamiento, sentimos que nos transformamos de manera profunda, para convertirnos en aquel cuya sensibilidad es capaz de tal plenitud de delicia y de comprensión inmediata. Pero no sentimos con menos fuerza, y como por un sentido totalmente diferente, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, que nos inflige su poderío, habría podido no ser, y hasta habría debido no ser, y se coloca en lo improbable.
No obstante que nuestro gozo o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho la existencia y la formación del medio, de la obra generadora de nuestra sensación, nos parecen accidentales. Esa existencia nos parece el efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo cual (no olvidemos señalarlo) se descubre una analogía particular entre ese efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza: accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de la tarde.
Fragmento
Paul Valéry. Introducción a la poética. Traducción de Rodolfo Alonso. Córdoba: Alción Editora, 2011. pp. 38-39.
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