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ESTA HIJA NO ES PARA ENTERRAR
Así lo cuentan. Ocurrida la muerte de Teresa de Jesús, en el convento de las descalzas de Alba de Tormes, a las nueve de la noche del jueves 4 de octubre de 1582, fiesta de San Francisco, se celebran las honras fúnebres y se entierra su cuerpo a toda prisa, con urgencia, entre las diez y las once de la mañana del día 5 de octubre (actualmente, por la enmienda del calendario, 15 de octubre), cuando sólo habían transcurrido quince horas escasas desde su último aliento. Se trataba de conservar el cadáver, costase lo que costase, en Alba, pues así lo deseaba Teresa de Laiz, que, junto a su marido, Francisco Velázquez, contador mayor de los duques de Alba, había patrocinado la fundación del convento; así lo deseaban también los duques mismos, y la recién nombrada priora del convento, o fray Antonio de Jesús, vicario provincial y viejo conocido y colaborador en las primeras fundaciones de la futura santa católica. De nada sirvió la indignación de algunos de los presentes ni las protestas airadas de Juana de Ahumada, hermana de la difunta, ni de su marido, Juan de Ovalle, residentes en la villa.
La premura fue acompañada de otras cautelas: se contrató a un cantero, Pedro Barajas, con instrucciones de que macizase bien el sepulcro para que, aunque quisieran sacar el cadáver, no pudiesen, y se colocó el féretro muy hundido, en la iglesia, entre las dos rejas del coro bajo. Sobre él, según cuenta Ana de San Bartolomé, la monja que como enfermera y secretaria había atendido a Teresa en los últimos años, “cargaron tanta piedra, cal y ladrillo, que se quebró el ataúd y se entró dentro todo esto”.
Comienza entonces una disputa, que acabará en descuartizamiento, sobre el lugar adecuado para conservar cuerpo tan precioso. Nueve meses más tarde, en julio de 1583, cuando Jerónimo Gracián, provincial de la Orden, visite el convento, ordenará desenterrar el cadáver: el santo cuerpo –se relata– estaba lleno de tierra y moho, pero sano y entero como si le acabaran de enterrar. Gracián mismo recuerda que salió de la estancia mientras las monjas la desnudaban, pero luego, “teniéndola cubierta con una sábana, me llamaron, y descubrieron los pechos, me admiré de verlos tan llenos y altos”. El intenso y maravilloso olor que el cadáver desprendía se derramó por toda la casa. Un aroma difícil de describir. Un testigo constata que olían sus pies a gamboas, a limones, a cidras, a naranjas y a jazmines. Una monja parece reconocer el aroma de cierta flor que llaman junquillo, una especie de narciso oloroso. Y alguien tan de fiar como fray Miguel de Carranza admitirá que “nunca pudo atinar a lo que olía; porque el olor era tan suave y penetrante y confortativo, que le pareció que el estoraque y benjuí, algalia y almizcle y ámbar, se quedaban muy atrás”.
El padre Gracián no se resigna a partir sin llevarse un recuerdo de aquella a la que tan unido había estado en vida, por lo que le quita la mano izquierda –que más tarde dejará en Ávila, en un cofrecito cerrado– y un meñique, que le acompañará siempre y que, cuando le tengan cautivo los turcos, rescatará por veinte reales y unas sortijas de oro. Más adelante, el Capítulo de los Carmelitas Descalzos decidirá que es Ávila la ciudad donde debe reposar el cuerpo disputado y, como la oposición es grande, lo sacan de Alba envuelto en una sábana y una manta de sayal, a lomos de un mulo, entre dos costales de paja, en una madrugada que, aunque era de noviembre, los protagonistas recuerdan tan templada y serena como en junio. En compensación por pérdida tan triste, a las monjas les dejan un brazo, aquel del que ya faltaba la mano. Se maravillaba quien lo amputó –el padre Gregorio Nacianceno– de lo fácil que había resultado, sin poner más fuerza que para cortar un melón o un poco de queso fresco. El cuerpo, que al morir había quedado blanco, transparente y lúcido, a manera de cristal, se conservaba ahora, tres años después, del mismo modo, con toda la carne, y sólo el color, un poco más oscuro, como de unos cuerecillos de vejigas en que se echa manteca de vaca, había cambiado.
La emoción de las hermanas del convento de San José de Ávila es grande al recobrar a su priora. Enseguida es objeto de culto y de la admiración de los médicos; pero, a instancias del Duque de Alba, el Papa ordena la restitución. Que continuara el desmembramiento, en santa de tanta devoción, era inevitable. Alba guarda el corazón –en el que se observa una larga herida vertical, asociada con sus experiencias místicas y con sus dolores de corazón–, el brazo derecho y parte del cuerpo incorruptible; en Lisboa se halla la mano izquierda; el pie derecho y un trozo de la mandíbula están en Roma; el ojo izquierdo, la mano derecha, los dedos y trocitos de carne se han repartido por conventos e innumerables centros de devoción. A modo de ejemplo, en la vitrina de objetos preciosos del convento de Descalzas de Valladolid –cuarta fundación de la santa, y lugar desde el que, ya muy enferma y con profunda angustia de soledad, partió para Alba, haciendo un breve alto en Medina–, en la vitrina situada en la pared frontal del zaguán del convento, se expone –junto a un ejemplar autógrafo de Camino de perfección, distintos trozos del hábito, cuatro decenas de cuentas de madera de su rosario, un Niño Jesús que la Madre había regalado a la primera profesa o una carta autógrafa de fray Juan de la Cruz– un trocito de carne de la fundadora, casi color de dátil, así como dos huesecillos de fray Juan de la Cruz –quien, con el trabajo de sus manos hábiles de albañil, la había ayudado a acondicionar el edificio y que desde allí partió para fundar el primer convento masculino de la Reforma, el diminuto de Duruelo–, huesecillos exentos por uno de sus extremos y engarzados en plata por el otro. Los visitantes todo lo contemplan con la atención que después dedicarán a las hermosísimas tallas –expresivas y contenidas– de Juan de Juni y de Gregorio Fernández que guarda la iglesia.
Ciento por uno. El poder del todo conservado en cada una de las partes. Práctica antigua ésta del desmembramiento de los seres divinos o de sus asociados. Descuartizado fue Osiris, descuartizado Dionisos. El desmembramiento, la partición y dispersión del cuerpo del dios. Tomad y comed: ésta es mi carne. Quienes guardan una reliquia, poseen algo.
Tantas como los trozos repartidos son las versiones, las imágenes que se han ido adhiriendo a esa mujer que vivió entre 1515 y 1582, que recorrió miles de leguas y escribió miles de páginas, que fue contemplativa y activa, que compró y vendió y administró y negoció con mano firme, que propuso una nueva forma de vida, un modo de que hombres y mujeres se encontrasen a sí mismos perdiéndose en eso que llamaban Dios. ¿Cómo ver tras la máscara que vaciaron cuatro siglos de relatos hagiográficos, de olores y manos incorruptas a la medida de un dictador, cómo ver a la que vivía en Ávila –o en Medina o Salamanca o Sevilla o Toledo o Burgos–? Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de Alonso Sánchez de Cepeda y de Beatriz de Ahumada. Teresa Sánchez, en realidad. Escritora, fundadora, mujer de mundo. Pero también Teresa de Jesús, una espiritual, una mística.
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Olvido García Valdés. Teresa de Jesús. Barcelona: Ediciones Omega, 2001. pp. 10-15. Col. Vidas Literarias.
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