Traducción de José Luis Sánchez-Silva
No hay lenguas inacabadas –dejadas a medias, abandonadas a mitad de camino (o incluso antes).
Cuántas, no obstante, debieron de quedarse atrás, prelenguas, desconocidas para siempre. Comienzos de aún no se sabía muy bien qué, distracciones de un momento... entretenimientos para las horas de espera durante la caza, juegos anteriores al nacimiento de los mundos mensurables.
...juegos a los que más tarde se sumaron los hombres inclinados al orden, como los dirigentes, los futuros organizadores del planeta, como los enseñantes exigentes que saben orientar, dirigir, que en aquella coyuntura consiguieron propagar la convicción de que había obligaciones, deberes, hasta –para hacerse obedecer mejor– atribuir a unos dioses desconocidos el regalo de la lengua, esa lengua que, en consecuencia, había que respetar, había que estudiar, de forma que todos se amoldasen a ella, se sometiesen a ella, haciéndola muy estrecha (a la medida de su propia estrechez) o enfática, según su énfasis de clase, y todo ello obligatoriamente.
Lo pasajero, lo sorprendente de lo espontáneo, de lo momentáneo, iba a desaparecer, iba a ser eliminado. La continuidad, una vez instalada en la lengua, ya nunca se abandonaría, alcanzaría todos los dominios, las estructuras y lo que hay más allá de las estructuras, cadenas inesperadas que llegarían lejos, que darían la vuelta a la Tierra, una Tierra ahora encadenada.
Lenguas de aplicación, de dirección, lenguas organizadoras.
Convertida en empresa, la lengua, sin que nadie se diese cuenta, ocupó el lugar de los murmullos, de las llamadas, de los quejidos, sordos o enérgicos; principio ordenador.
La lengua estaba destinada a ser UNA ADMINISTRACIÓN en la que toda conciencia tendría que entrar.
Ama y señora, la lengua cubría todas las necesidades, como hacen las tiranías (!). Las esposas de las palabras ya nunca se abrirían.
No faltan en ningún lugar: lenguas que forman y limitan, que agrupan.
Estableciendo una sociedad, un pueblo, y encerrándolo. Todas fijan, cada una en su estilo, amparándose del mundo. Todo ha de convertirse en tejido, su tejido: que el árbol sea tejido, que la brisa pasajera, que tanto lo lejano como lo próximo sean tejido, y el pájaro en pleno vuelo, y el alma maltratada y hasta la sangre, que la sangre que corre sea tejido y hastío y esclavitud y cosa común, cualquiera, monótona.
Durante tanto tiempo inocentes, los hombres no veían a dónde los encaminaban.
...en el estadio final de lo abstracto, y disponiendo del poder de eliminar la realidad y lo concreto en un instante sin dejar rastros molestos, recurrieron plenamente a la comodidad que sin duda los animó a acoger las lenguas de escritura consonántica o alfabética en vez de las de caracteres pictográficos e ideográficos.
...Sus muy considerables lenguas iban a extender, a amplificar sin cesar, el creciente tesoro que luego llamarían memoria (y por el que las primeras civilizaciones sentían un respeto particular). ¡Menudo regalo!
Aquellos eficaces instrumentos de memorización que ahora tenían a su servicio, y la función cerebral que así se desarrollaba, iban a cambiar a los hombres: todos estudiantes, todos formando una sociedad, sociedades, la humanidad, el saber humano y, siglos después (muy pronto), a desembocar en los despachos de la Ciencia universal, en el montaje y el desmontaje de todo.
La preescritura pictográfica, a su vez, al principio fue probablemente una curiosidad, y sólo a tientas, con muchas vacilaciones, empezó a practicarse. Cuántos fragmentos de lenguas fueron inventados, y sin ambición de futuro o de formar una colección con ellos, aún menos una colección conservada preciosamente. Evocaciones un poco al azar, como fueran sus «gestos» más o menos felices, los del tiempo en el que los hombres aventuraban uno a uno y en la incertidumbre los signos que tal vez no iban a quedar, que no iban a ser adoptados, signos, antes juegos familiares, para permanecer entre ellos, en pequeños grupos al margen.
Sin reglas, sin conexiones sólidas, signos pasatiempo, marcas en el tronco de un árbol cuya corteza, al dilatarse, los deforma sin que nadie se dé cuenta...
Desprovistas de gravedad –al menos de ésa que se impuso entre los propietarios cuando los primeros hallazgos se convirtieron en propiedades–, esas evocaciones, a trancas y barrancas, sin insistencia, comienzos a veces para reír, con una risa especial frente a lo inesperado, a lo ambiguo, a lo aún sospechoso, especie de intercepción, más o menos, del azar, que los sorprendía, sobre la que se volvían, interesados, intrigados, todo eso desapareció, ha sido olvidado.
Para la mayoría de los primeros «lectores», el divertimento era un poco barroco, no exento de cierta aprensión, la de encontrarse de pronto frente a un animal o un hombre amenazador o en una actitud imprecisa que podía resultar peligrosa –pero ya habían tenido lugar verdaderos acercamientos, reconocidos como inofensivos por algunos que, impresionados por ellos, los seguían esperando, emocionados y admirativos.
Acercamientos que producían una emoción aparte, propiamente humana, personal, compartible, y que, más tarde y bajo la forma de analogías, comparaciones, metáforas, constituiría una de las delicias y especialidades de las literaturas y de los poemas tanto para los lectores (y oyentes) como para los inventores.
Había nacido un hábito.
Líneas de «fiadores»; han cogido la costumbre de utilizar esas pasarelas que van de los trazos a las cosas, a los seres, a los gestos, a las situaciones. Para algunos, admirados, era como si ya no hubiese nada más.
Otros se aprovecharon de aquella potencia nada despreciable. Una nueva fuerza mágica hacía aparición.
Ambiguos, de sentido incierto, impenetrables, portadores de la fuerza que posee todo secreto, unos signos dirigidos, utilizados como tales, ayudaron a la formación de los clanes, de las sociedades secretas, de las religiones; a los sugestionables, a los débiles que no osaban mirarlos, les inspiraban inquietud.
Cuántos sabios por otra parte, cuántos fisgones en pos de una lengua pictográfica se dejaron desanimar tras un centenar de caracteres, puede que sesenta, tal vez menos, temiendo que más allá constituyesen un estorbo.
Los sonidos y los alfabetos triunfaron casi por todas partes. Aquellas lenguas –es curioso– no temían convertirse en un estorbo. Veinte mil, treinta mil palabras no parecían demasiadas.
¿Podía alguien saber, podía alguien presentir que el hombre a veces también disfrutaría paroloteando sólo con algunas decenas de palabras, como hace a la edad más tierna y, a veces, a la más avanzada?
El hombre (como el pájaro) se complace en la repetición: los balbuceos del niño recuerdan al pajarillo que gorjea, que repite.
Ahora que por primera vez nos encontramos ante varios miles de lenguas en el planeta, clasificadas, todas limitativas, algunas enormes, que asientan sus reales, dueñas y señoras, disciplinadas, usurpadoras, nos detenemos a pensar. Más de uno, confuso ante tanta riqueza inoportuna, preferiría una lengua modesta, más íntima.
Le resultaría más cómoda –eso cree– una lengua con pocos medios, que no se amplificase ni extendiese, una lengua para pocas necesidades, entre amigos (y que rechazara los imitadores), no territorial, que no pretendiese en absoluto responder a todo, cubrir el conjunto de los componentes de la Tierra, aún menos vencer, convencer, someter, cubrir un país y que los hombres se sometan a ella durante toda la vida, sino deleitable, íntima.
Unos pequeños fragmentos de lengua, bien elegidos, bastarían; los hombres se complacerían en ellos y pasarían a otros después de algún tiempo.
Una lengua sin pretensiones, para hombres que saben que no saben.
No una verdadera lengua, pero llena de vida, más bien emociones contenidas en unos signos que sólo podrían ser descifrados mediante la desdicha y el humor; signos cuya carencia nos reduce ahora a vivir en un estado de frustración.
Milenios después, el deseo del signo pictográfico aún no ha desaparecido.
Este deseo tiene sus recursos, su margen de maniobra, su propia gestación.
Al margen de la señalización utilitaria, otra cadena que se prepara, aún tiene futuro, vasto y renovador, pero como las vacaciones, es satisfacción en sí mismo.
Signo: liberándonos de las letanías de palabras, de las frases que sólo reposan en frases y se continúan en frases, liberaría al cerebro de su sobre-ocupación local.
Retorno a una operación primitiva cuya tentación aún sorda recibe actualmente un nuevo impulso.
Signos que permitirían abrirse al mundo de otro modo, creando* y desarrollando una función diferente en el hombre, desalienándole.
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* Nada de dibujos, animados o no, procedentes de la vulgaridad y de regreso a ella. Se trataría de signos que exigirían reflexión y requerirían ser descifrados. Signos hasta cierto punto capaces de reequilibrar al Hombre simétrico.
En este libro no he emprendido nada parecido. Esa tarea convendría a los dibujantes más abiertos al mundo. En vez de un solo inventor, yo imagino un grupo de tres o cuatro que se comprendiesen bien y a los que se sumarían luego algunas personalidades complementarias.
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Henri Michaux. “De lenguas y escrituras –o del deseo de desviarse de ellas–”. En Ideogramas en China – Captar – Mediante trazos. Traducción de José Luis Sánchez-Silva. Madrid: Círculo de Bellas Artes. Col. Poesía. pp. 213-224.
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