Prólogo
Henri Michaux
Cuando se ausculta el movimiento íntimo de la vida, su comercio minucioso; cuando se intenta imaginar su invención haciendo uso del alfabeto de la materia, de ese silabario que la precede algunos miles de años, cuando se observa el devenir de una célula viva y la formación de conjuntos cada vez más complejos a partir de los mismos elementos básicos, de acuerdo con una combinatoria infatigable para llegar a un mamífero dotado del potente medio de acción que constituye el “órgano” pensamiento-lenguaje, sucede entonces que en una encrucijada del camino la mirada de pronto abarca vastos paisajes que se presentan a la vista a modo de una escritura, texto ruidoso de un perpetuo devenir, que va del signo simple hasta la página más elaborada, y vuelve a éste primero. Escritura que es suma de lenguajes que se entretejen y se transforman y cuyo movimiento, cuyo sentido, cuyo devenir se encontrarían en su misma materia. Y ¿qué es esa materia, qué es la materia del mundo? Juego de formas, vaina vacía. Y nosotros, ¿somos nosotros otra cosa que figuras de ese juego extraño y gratuito, palabras de un lenguaje que nadie habla?
Y sin embargo prestamos oído, al acecho de una pura melodía; antecedente de la fuga de las formas. Como si a través del tejido de las figuras corriera oscuro el influjo de su pisada, el sin comienzo de un soplo. Y henos aquí, adosados ya a la ausencia, precipitados en el hueco de la lengua, mudos.
El hombre es un milagro cuya vida en la tierra tal vez no sanará jamás. El lenguaje que secreta está orgánicamente vinculado con el lenguaje de la vida, se inspira en su lógica, en su estrategia. Pronto se hizo aparente que el poder del discurso así desarrollado aumentaba a la par de su distanciamiento respecto al movimiento inmediato de la vida. El lenguaje del hombre se ha convertido en un instrumento al servicio de la supervivencia, instrumento de dominación, de construcción y de destrucción. Fábrica de llaves, de moldes y de trampas, taller de armas y de máquinas inteligentes, matriz de las fórmulas “mágicas” que desacoplan engranes de explotación de todo tipo.
No hay en ello nada nuevo para la vida, a no ser la rapacidad sin medida, y hasta entonces sin ejemplo (como son las actividades complejas de la ciencia y de la imaginación), la transgresión (de burdos modales) de un equilibrio sutil y movedizo, de una dialéctica silenciosa. La aceleración del motor, la proliferación anárquica del discurso que se suscitó ante nuestros ojos no tiene ya memoria de la “boca”, ni de esa conjunción del signo y del silencio en la palabra de aquel que “ni dice, ni esconde, pero indica”.
La ruptura de un agua más impalpable, la caída en lo discontinuo, el desmembramiento, la separación son nuestro destino. La aceleración de la división, de sus bucles y rebucles de verificación, la multiplicación de los espejos, ¿qué elipse nos curará de todo ello? El lenguaje sobre los lenguajes divide el discurso. Establece fragmentos, circuitos, clases, especies, géneros de lenguajes y sus funciones. Los hay privilegiados, oprimidos, marginales.
Todos estos hablares no son tal vez otra cosa que una manera de huir de lo inaceptable que surge de la disección, de la separación de las dos hebras contradictorias que corren, íntimamente entreveradas en el tejido de lo vivo. Pero el prófugo es sostenido por un delgado hilo que lo une al humilde ajetreo corruptible, nutricio.
Existe una lucha sorda (o declarada) entre lenguajes, entre clases de códigos. Mientras que en el ruedo y en el ágora los comerciantes se disputan la preferencia del público, en los santuarios se habla el lenguaje de las ciencias que extiende insensiblemente su dominio por medio de sus derivados: lenguajes de los procedimientos, la tecnología.
Deliberadamente, la ciencia aparta del lenguaje lo que resulta inadecuado para formar el instrumental de su interrogación, de sus formulaciones, de sus propuestas de funcionamiento. Cuando no ignora la existencia de una lengua de poesía, ésta no puede ser para ella más que el producto de una técnica desmontable y explicable, o cuando mucho del azar.
La lengua de la poesía no se deja encerrar en ninguna categoría, no puede ser resumida por ninguna demostración. Ni instrumento, ni ornamento, escruta una palabra que acarrea en ella las edades y el espacio fugaz, fundadora de piedras y de historia, lugar de acogida de sus cenizas. Se mueve al compás de la energía que hace los imperios y los arruina. Es ese traspatio ruinoso, invadido por la hierba, con las paredes cubiertas de líquenes, en el que por un instante se hace más lenta la luz del atardecer.
No se justifica la poesía y ésta no necesita defensores; intento solamente ver lo que en mí, instruido por la precisión, va de modo tan inalterable hacia el tanteo nocturno, en busca de una precisión otra, más rocallosa. Comprender y no comprender, darse de bruces, quebrarse, perderse. Quiero asumir todas las contradicciones, excederlas. Porque todo en mí sabe que hablo siempre la misma lengua (la que me “dice”, me hace al hablar) en niveles diferentes. Y no se trata de grados de elevación más o menos perfectos, más o menos “evolucionados”; lo que los designa es un procedimiento, un recorrido, una relación con lo humano y con el mundo. Lo abrupto de una evidencia sin nombre y los pacientes trabajos de aproximación de un fragmento.
No veo interrupción entre el lenguaje de la materia, el de la vida, el discurso del hombre y el de la sociedad. Niveles de emergencia (1), de vitalidad y de desecación, tal vez de enfermedad, de una misma palabra que se manifiesta en signos discontinuos, atrapados en el juego de una formidable combinatoria, un juego del que son al mismo tiempo la materia, las reglas y la energía; el texto, la sintaxis y la escritura.
Avanzando al extremo del cambio, denso de una suma incomparable de impulsos y derrotas, el hombre que habla en el desgaste percibe movimientos dentro de él, oscuridades que por un instante agujeran las huellas de la sangre, el destello de un nervio, una claridad que de pronto palpa la carne ciega. Y el lenguaje en él va sin discontinuidad del discurso monótono del polímero nucleico a aquel que nace sobre la lengua, fluye en forma de escritura. En él todo habla sin frontera.
La poesía es el lenguaje de la vida; inerva todos los lenguajes del hombre, los irriga y los conmociona cuando se instalan en la seguridad de los sistemas y de los dogmas. Lenguaje de intensidad y de crisis, discurso de inseguridad, de duda en la que surge la certeza instantánea, amenazada de lo vivo. Momento de afasia cuando la búsqueda humana se sumerge en los espacios inexplorados, en esas regiones limítrofes o articulares en las que se pasa de un modo de habla a la palabra viva, en las que a veces se encuentra uno en presencia de lo que no tiene nombre, silencio corrosivo, e incluso de ese rechazo a significar, a desentrañar un sentido. Y esa carencia es en efecto nuestra parálisis, nuestra impotencia y nuestra gloria; noche en la que el poeta, sea éste hombre de guerra, de religión o de ciencia, hombre de atención y de azoro, hombre-hogar, reúne lo que escapa a la prisa del día, recoge las líneas de fuerza inexplicadas: habla. Habla en la frescura de su respiración reencontrada, en el ahogo y la rojez de la forja en la que unas manos auscultan las rocas oscuras de la luz.
Esa luz herida y por un momento cicatrizada sin huella. ¿Una música? ¿Una palabra? ¿Un signo deslavado? Y ya todo se pierde y ya es todo noche.
Cuando se está sobre la rueda, atado, lanzado entre uno y otro bordes y sin ver la luz, cuando no se cuenta con una conclusión elegante ni con un camino maestro que mostrar, entonces se deja aparecer la trama desnuda de una calurosa y carnal ignorancia.
Ahí donde se ha elevado la frescura, hay nuevas espesuras que se hacen noche. Y entonces una vez más ese momento que precede al alba. Sobre el brocal en donde vendrá a beber lo que no viene, lo que está ya en el oscuro resplandor de la mañana: profundización de espacio, aspiración de aire que se mantiene inmóvil, con el rostro vacío.
Una vez más y otra vez el desamparo color de tierra, color de arcilla de un hombre colocado sobre la rueda. Y esa mano muy pálida, azulosa, que amputan las tinieblas.
Y eso también por decir y por cambiar.
Y esa ordenación nuclear, ese campamento atrincherado de la rojez. El tranquilo rostro alterable, vaho sobre el cristal de indiferencia, entregada en inquietud a la identidad divina. Y todo ello sentido como un impulso medular, un estrago insoportable.
¿Dónde está lo real? ¿Dónde está la roca donde se pueda construir? Alrededor nuestro: arena. Y en esa arena se desliza a veces el relámpago de un crótalo, locura de percibir más, de percibir otra cosa, una exactitud más escarpada que la de nuestras medidas.
“Lo real decía Matisse empieza cuando no se entiende ya nada de lo que se hace, de lo que se sabe”. Esa avanzada invencible, esa insumisión en las fronteras de lo conveniente y lo concebible, de lo mensurable y de lo explicable, esa movilidad tan imperiosa en algunos pintores y poetas, ¿quién puede hablar de ella? Momentos en los que todo parece iluminarse con una modesta luz de respiración, o con alguna otra, devastadora, irremediable. Claridad que es el pigmento propio de las cosas, de su transitar. ¿Se trata de sobrepasar tal o cual maestría tecnológica, tal o cual conocimiento? El sobrepasar es un concepto predilecto de nuestro Occidente prendado de ese progreso exterior que funda la competencia. Los pintores, calígrafos y poetas de la China de los Song se conforman con estar ahí, con ser a la medida de lo que está ahí, con gesto despojado de sus pretensiones, olvidado todo proyecto que contrae, atentos a una felicidad enigmática en el echar a volar (disolución, tal vez) del movimiento. Chang Yen-Yuan pide que se agite el pincel sin tener conciencia de estar pintando: “Cuando la mano no se entiesa y el espíritu no se paraliza, la pintura se vuelve lo que se vuelve, sin que se sepa cómo se hizo de tal forma”. Mi Fu nos dice por qué nos resulta imposible, al examinar las pinturas de Li Ch'eng, esclarecer su secreto: “...sus pinturas estaban hechas en el olvido de todas las cosas”.
Olvidar el “sujeto”, olvidar el instrumento, el lenguaje, para dar cabida a algo del movimiento al fondo del movimiento: esa desnudez que aparece ora como una gracia, ora como una pobreza, como una libre e irresistible energía modeladora, retocadora, como un acuerdo que se disuelve sin rastro. Usar esa libertad sin interrumpirla. Prestarle el instante falible de un rostro.
Cuando por elección ingenua, y sin poder estar nunca a la medida del llamado, uno se ve día a día confrontando al desamparo extremo y a la muerte, hay momentos en que toda palabra se muestra insoportable y vana.
Sólo siguen siendo practicables entonces los gestos de un hacer que atrae, a veces, un alivio provisional.
Y entonces un día, sin que lo intolerable se disipe, de pronto, en los nervios de esa ascesis, se revelan otra esperanza y otra lucidez más exigentes aún. Como una savia, un sabor de los gestos que saben y que tiemblan esa palabra que es rostro o melodía de nuestro incurable peso .
Por un lado ese maestro duro de árido saber; por el otro, el espesor incalculable de nuestra oscuridad, el dominio prohibido. Y sin embargo vamos hacia ello, hacia lo que sabemos impenetrable, con una determinación lúcida, una desobediencia impregnada de gravedad. Pues nos es preciso interminablemente volver a la pesantez.
Hay cosas muy antiguas y muy ordinarias que se repiten: se nace, se ama, se sufre y se muere. El grito salvaje renace, y renace la tentación de alejarse.
Complejidad del discurso moderno. El sentimiento de que ante la complejidad formidable del orden viviente, al que subyace una complejidad ya entonces no desdeñable de la materia y de los movimientos del universo accesible, lo más inesperado, lo más revelador y lo más vivificante que puede la palabra no es una complejidad más grande, sino una desnudez. Los dedos tocan los pigmentos de luz que hace brotar una tierra erosionada.
El mismo poïeïn se encuentra operando en los códigos y construcciones no lingüísticos de todo movimiento, de toda materia y de su reflujo a un signo negativo. La misma respiración en la trama de toda acción en los instantes sucesivos de la “invención” de la trayectoria. Forma y sentido que proyectan una luz joven e hiriente sobre las cosas alrededor. En toda interrogación, aun en el hueco enérgico de ese movimiento que lleva y acarrea, precipita el decir en la desgarradura, el silencio.
No se puede confinar la poesía a un código determinado, cerrado. Es lenguaje inaugural, lenguaje de los lenguajes, potencia de conjunción y de disyunción, de construcción y de disolución. Está investida por el movimiento modelador, por el devenir musical de la materia del mundo.
Memoria balbuceante de lo que no tiene memoria.
Lo que busca mi palabra incesantemente interrumpida, incesantemente insuficiente, inadecuada, sin aliento, no es la pertinencia de una demostración, de una ley, sino el desnudarse de un resplandor inapropiable, transfixiante, de una fluidez ora benéfica ora devastadora. Una respiración.
Clasificar, aislar, fijar: esos ejercicios llevados a su soñolienta utilidad, henos aquí maduros para el insomnio del génesis.
Todos esos caminos que tomo desembocan en algún imposible donde solamente el ejercicio vertical de la lengua sostiene el movimiento: amenaza, felicidad y pérdida. Y en ninguna parte un término que resolviera, que reconfortara. Tan sólo ese mal estrecho, nada más que esa amplitud* que se excede. No se puede poner en clausura la poesía: su sitio central se desploma en sí mismo, en una compactez que se consume, que se horada. Silencio infundado en el que, contra toda prueba, avanza una vez más la palabra frágil, la palabra escandalosa, la palabra aplastante, la palabra inútil. La continuidad que percibo en ello es tanto impulso soberano como vacuidad de nuestro entendimiento en la locura circular de la repetición de las formas. Un recorrido operante y desanclado-devorado de vacío. Un perro atropellado en la calle.
(1) Emergencia, en su acepción de surgimiento (del verbo emerger). El término volverá a aparecer más adelante con este mismo sentido. [N. del T.]
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Henri Michaux. “Prólogo”. En Lorand Gaspar. Acercamiento a la palabra. Traducción de Rafael Segovia. México: FCE, 2007. pp. 11-18.
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