Uno toma un trozo de papel, o cualquier cosa: una tablilla, una pizarra o un cartón, y con algo a mano que sirva a ese propósito comienza a anotar las palabras que corresponden a la idea que tiene en mente. Ésta es la fase anárquica de la escritura. La blancura de la superficie puede hacer que la mente se retraiga, puede que le sea imposible hacer honor a sus facultades. Lo mismo da: es preciso escribir, escribir lo que sea, por mucho que no valga nada; nada cuesta destruir luego lo escrito. Pero para escribir algo que valga la pena es esencial que la mente fluya y se lance a la tarea.
Hay que olvidarse de las reglas, de toda restricción, lo mismo que del gusto, de lo que se estima conveniente; hay que escribir por el mero placer de hacerlo, ya sea lenta o rápidamente: abandonar toda forma de resistencia que impida la completa liberación.
Porque hoy en día sabemos lo que la profundidad significa: si queremos ser verdaderamente profundos, hemos de alcanzar una hondura primigenia. Desatadas, las facultades remontan la noche de nuestro pasado inconsciente y descienden hacia el pasado ritual, amoral, de la especie; hacia el fetiche, el sueño, hacia cualquier lugar al que el 'genio' del escritor en cuestión se descubra capaz de ir.
En esos momentos, el artista (el escritor) bien podría considerarse una persona peligrosa. Todo puede ocurrir, pues se halla desconectado del orden social […]. El poder de lo demoníaco de la mente es el de su pasado ancestral e individual, es el rítmico flujo y reflujo del misterioso proceso de la vida; si no se saca partido a esta facultad, nada importante puede surgir. Allí radica el valor de la poesía, cuyo simbolismo rítmico, a menudo ignorado, supone su mayor fuerza […]. Es por eso que los poetas han sido considerados con frecuencia criaturas desequilibradas: locos (a menudo lo son). Sin embargo, rara vez se entiende la razón intrínseca: toman contacto con 'voces', pero allí radica la verdadera esencia de su poder: las voces son el pasado, las profundidades de nuestro ser; no son las partes más 'bajas', sino las más profundas de nuestro cuerpo las que se manifiestan: el mesencéfalo, los nervios, las glándulas, los propios músculos y huesos [...]. Y lo escrito se convierte en un objeto. Ya no es un vago fluido que se expresa mediante un mero simbolismo ritual: son palabras concretas, vertidas sobre el papel. La expresión ha abandonado el pasado que nos conforma y ha arribado al presente. Ha entrado en un nuevo campo: el de la inteligencia. No digo que ambos ámbitos no se superpongan a veces, pero lo característico de la escritura, en ese momento, es que reclama la más viva atención por parte de la mente, lo cual supone un cambio total de la situación. Es de esta fase de la escritura de la que se ocupan las universidades y centros de enseñanza de todo tipo, pero nadie parece darse cuenta de que, sin ese primer atisbo de los más profundos estratos de la personalidad, toda la enseñanza y el aprendizaje del mundo sirven de poco. No haberse dado cuenta de esto suele ser el mayor error de quienes creen saber algo sobre el arte.
William Carlos Williams. “Cómo escribir”. La invención necesaria. Traducción de Juan Antonio Montiel. Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2013. pp. 43-45.
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