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Writer's pictureiván garcía lópez

Carlo Emilio Gadda: Proceso a la lengua italiana

Traducción de Jaime Arrambide



En 1962, el periodista Franco Prattico promovió, por cuenta del Paese Sera, una encuesta sobre el milenario de la lengua italiana que planteó a diversos escritores, entre los cuales se contaron Gadda, Moravia y Leonardo Sciacia. La respuesta de Gadda, que quedó sumergida en los archivos hasta la edición de sus obras completas en Garzanti hace diez años, trasciende lo específicamente italiano para plantear algunas cuestiones de primera magnitud para los escritores y lectores contemporáneos.




A su entender, ¿existe una lengua italiana “media”, susceptible de constituirse en la base homogénea del lenguaje literario?


Reconozco que el italiano corriente, el que es hablado, escrito o leído por la mayoría de los ciudadanos italianos, se ha ido acercando, en el transcurso de los últimos treinta o cuarenta años, a un presunto tipo único de “lengua media”, vale decir, utilizada para expresarse en términos prácticos. Esto no implica que en la actualidad exista una verdadera koiné en sentido estricto, que sea la misma para todos los italianos. Un ejemplo moderno de koiné podría ser el francés correcto, necesario y propio de la diplomacia, o del comercio, o familiar, o del periodismo tradicional. Pero la unidad del italiano común y corriente, así como la del francés o el alemán común y corriente, está hoy, como lo ha estado siempre, fuertemente minada y desgarrada por diversas lenguas parciales: comercio, trabajo, deporte, cultura, ley, ciencia, religiones y ritos, política, salud, viajes, costumbres propias y ajenas. Al punto de que deberíamos considerar que el “tipo único” o “medio correcto” de lengua italiana, propiciado por muchos por razones unitarias e igualitarias (unidad de la nación e igualdad formal y real de los que habitan bajo su cielo) es más una utopía indulgente que una realidad posible. Esto se ha verificado casi siempre y en todas partes. Los dialectos y en general los idiotismos y las estructuras sintácticas regionales preceden, casi siempre y en todas partes, a la lengua áulica, la lengua única, solemne, pulida, pomposa y encopetada de las personas serias, de las personas muy bien nacidas que, por el hecho de pertenecer a una élite, a una casta “elegida” y en cierto modo favorecida por la preferencia jansenista de la Gracia, se encuentran en condiciones de percibir y juzgar mejor la brecha –por no decir el abismo–, que las separa del polvo y el hollín del trabajo, del humo que alimenta la batalla, de la sangre y las llagas del martirio, de la viruta de acero de los talleres, de los residuos orgánicos de las cloacas municipales, y de todas y cada de las infinitas connotaciones de un infinito catálogo. El calificativo de “lectas” (muchachas selectas de la sociedad) no es ajeno a la ética latina: ya Horacio la emplea en su solemne y suplicante Carmen Secular. Cicerón, que se jactaba de ser una persona seria –y quizás lo era–, desaconsejaba a los jóvenes “elegidos” frecuentar a los pescaderos, carniceros y chacineros, no solamente por su rapidez para poner precio a sus productos y evaluar su calidad, sino por su propensión a utilizar términos ambiguos de un habla no media, no correcta, no unitaria, no monotemática, que en los siglos posteriores sería llamada boccaccesca.


Personalmente, no creo que una lengua “media”, igual para todos, pueda jamás constituir la base homogénea de un lenguaje literario, ni que un lenguaje de esas características pueda jamás ponerse en práctica, más allá de algunas tentativas adornadas de buenas intenciones. Innumerables obstáculos se interponen entre este propósito y la realidad. Prevalecen los obstáculos inherentes a las diversas condiciones de vida de un lugar a otro, de un clima a otro clima, de una profesión a otra profesión, de ciertos antecedentes históricos a otros antecedentes históricos (en sentido lato), de las virtudes a las taras hereditarias (en sentido biológico o incluso clínico) y, en definitiva, de un individuo a otro individuo. Por eso creo que puede y debe admitirse que la capacidad expresiva del individuo contribuye de manera particularmente eficaz a la perpetua e incesante creación de una lengua, y por individuo me refiero al hombre común, el hombre medio y su amable esposa, la ama de casa media, el joven medio, el granjero medio que de sendero en sendero renueva su voz, su grito, a lo largo de años, décadas y hasta quizá siglos de la historia patria. Renueva, aquí, significa “repite”, “vuelve a decir” en una disciplina creadora pero necesariamente conservativa, como la etiqueta de un licor que debe ser siempre idéntica, como testimonio de la inmutable identidad del producto. El así llamado hombre medio constituye, en realidad, un caso raro en cuanto a su actitud creativa respecto de la expresión, al renovarla, de tanto en tanto, con su dichosa, ágil y vigorosa inventiva. Era un cura medio, un pobre cura indefenso, aquel cuya única equivocación fue la de tener miedo de esos dos sicarios armados con trabucos y dispuestos a usarlos de inmediato; y el cura va y les dice: “…hacen sus chanchullos entre ellos, y después… y después nos vienen a buscar como si fueran a la banca a cobrar… y nosotros… nosotros somos servidores del pueblo”. La frase elide el sujeto principal y se sostiene por cuatro tímidos “nosotros” en las dos frases siguientes. El pobrecito no osaba proferir sujeto, por temor y por vergüenza: al amor lo llama “chanchullos”; “nosotros” se refiere a los curas en general, que él equipara con empleados de pago (cajeros) de una banca (en la actualidad, banco).


¿Esto pertenece al italiano “medio” susceptible de constituirse en la base homogénea del lenguaje literario? Si el verdadero sentido y la armonía que acompañan a esa ironía estupenda fuesen cabalmente comprendidos, ¿podría obtener la aprobación de las personas serias, de los moralistas, de los malintencionados y, por otra parte, de los encargados de nivelar la lengua que sea buena para todos, como si se tratara de trajecitos grises a precio fijo, que a todos sientan bien?



La formación, actual o futura, de esta “lengua media”, ¿resolverá la eterna fractura entre pueblo y cultura en Italia?


Por el modo en que he respondido a la primera pregunta resulta previsible cómo contestaré a esta segunda: con cierta incomodidad y aprensión.


Saldré al paso diciendo que a mi entender la “lengua media” es todavía algo muy lejano, que la tan mal vista “fractura” es inherente a la constitución misma de la realidad, razón por la cual las condiciones del individuo y los destinos de los individuos dan origen y despliegan las diferentes lenguas. Aquello que nosotros llamamos “cultura” es, para muchos de sus sacerdotes o feligreses, una antología de ideogramas o de signos, cristalizados e insensatamente transcritos de una presunta vasija de decantación, de un presunto jeroglífico insondable. Aquello que llamamos pueblo es la experiencia operativa o pasiva de la historia. Puede suceder que el lenguaje de este pueblo-experiencia logre construir un paradigma más atractivo que ese pretencioso jeroglífico propio del exclusivo cultivo de unas formas indicadas, cada tanto, por la jactancia y la moda de una época, tal vez de una década, o de un año.


El error radica en creer eterna, en “faraonizar” la opinión del momento, e incluso sus signos y medios de expresión.


¿Cuál es el rol que atribuye al dialecto en la “vivificación” e historización de la lengua hablada y literaria?


Los cimientos expresivos del dialecto, cambiantes a lo largo del tiempo, son la vía preciosa de significación de una verdad experimental, padecida en el profundo dolor del ser, en el profundo deseo de un conocimiento, desembarazado y libre de los anclajes –a veces absurdos, casi siempre gratuitos– de los así llamados principios: muchos principios deberían y podrían ser encuadrados simplemente dentro de los límites paralizantes de nuestra arrogancia, de nuestra grotesca soberbia, de nuestra suficiencia de niños de cuatro años. Serios, ceñudos y patéticos, orgullosos de las plumas con las que adornamos nuestras cabezas de falsos caciques apaches. No creo en una historización de la lengua entendida como posible “faraonización” o embalsamiento eterno de la lengua misma. Las antiguas momias y sus sarcófagos de madera pintada son devorados por las termitas, y las pirámides de mármol pulido son erosionados por el torbellino de arena del simún hasta quedar convertidas en ásperos montículos de piedra.


A partir de las antedichas verdades padecidas, el dialecto puede “vivificar” una lengua que propicie su codificación bajo la forma de léxicos: esos documentos preciosos, aunque relativos, como todo documento, a una historia, una época, un periodo, una década, que ya “han sido”.


Los dialectos –o los cimientos dialectales de una lengua–, y el “lenguaje literario de base homogénea media” siempre se reparten el trabajo. Los primeros hablan de la experiencia vivida, del dolor padecido, del trabajo realizado, de la esperanza y de los sueños constantemente frustrados y emponzoñados por la realidad: das Lied ist aus!, como los dos granaderos de regreso al hogar tras haber sacrificado su juventud. Mientras el otro, el lenguaje “literario medio”, comprensible y asequible a todos, podrá ser utilizado por la escuela, por la burocracia, por el cuartel, por los oyentes de un programa de radio de alcance nacional, por los que toman parte en los comicios o en una conferencia a medias instructiva y a medias aburrida. Pero los dichos de Porta o Belli, o el fraseo de Giucciardini o de Foscolo, deberán, con toda probabilidad, repartirse el trabajo y la clientela.


Periodismo, cine y televisión, ¿son instrumentos de unificación cultural también en el plano del lenguaje? ¿En qué medida?


A la cuarta pregunta respondo de buena gana. El interés particular que promueven en nosotros las noticias o la información a la que prestamos particular atención, explica la eficacia unificadora del periodismo en lo que atañe al lenguaje. El caso paradigmático es el de la página deportiva. Se ven intelectos medios noblemente interesados en la asimilación de las tan esperadas noticias, redactadas en buena e incluso a veces óptima prosa media. Puede tratarse, supongamos, de un variado surtido de piernas y de puntapiés, o de pantorrillas y de pedaleos, acerca de los cuales los “entendidos” podrán discutir, fantasear y soñar aún mañana o pasado mañana. Otro caso es el del canto, el viejo y siempre verde belcanto italiano, o el siempre renovado y difundido género de la canción.


Menos brillante y lograda es la prosa “cultural media” propia de los divulgadores de cultura, quizás porque algunos de ellos se sienten obligados a una divulgación seria, y terminan por escribir, por deber, con una observancia casi escolástica o en todo caso tilinga de las normas aceptadas, con escaso deseo y escasísima posibilidad de disfrutar siquiera de las mismas. Pero, sin embargo, por lo poco que conozco, es decir que me ha sido dado conocer de los infinitos y lujuriosos vergeles de la opinión, veo que allí tampoco faltan los pícaros, ni siquiera entre las personas serias. Así que vislumbro óptimos auspicios y reconfortantes previsiones en el futuro inmediato de la “unificación cultural” tan apreciada por nosotros, también en el plano del lenguaje.


Cine y televisión se prestan, obviamente, a una comunicación más directa e inmediata, y por lo tanto a un lenguaje medio generalizado. La televisión actúa sobre la totalidad de la audiencia de un determinado país y sobre los oyentes de determinada lengua, mientras que el cine ejerce su influencia sobre aquellos que disponen del tiempo y los medios económicos para frecuentarlo. La imagen televisada sobre las pantallas reproduce la realidad viviente, el gesto, la fisonomía, la palabra y los estados de ánimo, las dolorosas y a veces intensas pasiones y las amplificadas mentiras de los actores. Todo aquello que hay de doloroso, de sensual, de histriónico y de evidentemente falso en la comedia humana se dibuja sobre la pantalla en una sucesión de flashes, y nuestra disposición a interpretar psicológicamente, sin mediación alguna, ese dibujo, confiere al lenguaje que lo acompaña una viva e inmediata inteligibilidad. El “audio”, la banda sonora, comenta el “video”, es decir la sucesión de imágenes en movimiento. La síntesis que el relato opera trabajosamente en el tiempo y a través de la erogación sintáctica en Guicciardini o en Proust es obtenida aquí bajo la forma de instantes proféticos, donde por profeta se entiende, como antaño, al comentador, al testigo, al exégeta de la respuesta de la antigua sibila. Una nueva “etapa tecnológica” interviene así para unificar y para nivelar, con el cine y con la radio –y como antes con el teatro–, la posibilidad receptiva de la gente.


Carlo Emilio Gadda. “Proceso a la lengua”. Traducción de Jaime Arrambide. Diario de Poesía 62 (diciembre de 2002). pp. 20-21.

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