Lo que me interesa no es el estilo, sino la posibilidad creativa del sonido que es prácticamente energía pura… Yo siempre actúo lo mismo: la creación, la historia de la humanidad; siempre empiezo desde el principio… Pensé: voy a hacer un espectáculo con un lenguaje inventado por mí, un lenguaje inexistente que no se entienda… Hacia el año 68 puse mi segunda obra en Di Tella: Asfixiones o enunciados. Este espectáculo fue lo opuesto al anterior. Alguna gente me había criticado que yo tenía miedo de hablar normalmente en castellano al usar aquel lenguaje inentendible. Entonces me dije: voy a poner una obra en la que hable todo el tiempo normalmente, pero que en el fondo no diga nada. O que diga algo, pero que siempre, cuando parezca que se llega a una conclusión, la frustre. Era una cosa totalmente ambigua, yo usaba este tipo de palabras: “los emergentes”, “la comisión general”, “los expedientes”. El clima que se creaba era el de dar la sensación de que siempre había que empezar todo de nuevo, por eso empezábamos aprendiendo las letras. El público repetía a, e, i, o, u. Creábamos una bandera nueva, la gente proponía colores y hacíamos concursos para ver cuál era mejor…
También entregábamos diplomas. Había un chico que se encargaba de averiguar algunos nombres de la gente que compraba entradas, y durante la obra yo gritaba los nombres y les entregaba el diploma. Se pegaban un susto bárbaro. También inventábamos un himno, la gente largaba palabras (yo los motivaba pidiéndoles, por ejemplo, palabras de nuestro folklore). Decían “montaña”, “ranchito”, “luna”, y yo les iba improvisando canciones con esas palabras hasta que encontrábamos un himno. En realidad esta obra no era lo opuesto a lo anterior sino a lo mismo: en los dos casos lo que yo pretendía era que la gente no pudiera aferrarse a ningún punto de vista. El desafío para mí en este último caso fue conseguir eso pero utilizando el castellano. Para las obras yo tengo “ideas madres” de lo que quiero lograr, a partir de ellas improviso. Es por eso que a mí se me haría casi imposible trabajar con un texto preestablecido, creo que el texto le quita libertad al acto creador, o bien, que hay que ser por un lado más creador que nunca para poder repetir bien un texto, y por otro menos que nunca, porque uno descansa en esa apoyatura y no se exige crear… Me daba miedo poner mi espectáculo en París, no me animaba…
Pero la insistencia fue tanta que un día me puse a serruchar un pizarrón en un garaje parisién y a confeccionar un mapa. Una amiga me conectó entonces con Maurice, el empresario de un teatro, que fue después mi representante por mucho tiempo. Maurice –con un gesto de total desconfianza– concedió que yo hiciera el espectáculo por una sola noche. Esa noche fue un gran éxito y ahí me quedé haciendo el espectáculo durante todos los días de la semana, por mucho tiempo. Era un teatrito bastante caro, concurrido por psicólogos, publicistas y en general gente de recursos. Eso no me gustaba mucho, yo quería trabajar para otro tipo de gente. Me hubiera gustado hacer toda una temporada en un teatro hermoso como en el que actué en Holanda, que era una lechería de madera donde la gente elegía lo que quería hacer: ver teatro, comer, escuchar música…
Una vez actué en la Bahía de Rashomón –cerca de París– en un congreso internacional de lingüistas. Un lingüista –Jack Meler– vino a ver mi espectáculo y se le ocurrió que había que llevarlo al congreso. Fue una experiencia extraña. Yo en Europa ya había retomado totalmente el uso de mi “falso lenguaje” y como en ese congreso había gente de todo el mundo, era increíble ver cómo venían y me decían: “pero usted usa muchísimas palabras en finlandés” o “en japonés usted dice varias palabras” o “usted dijo diez palabras en hindú”. Yo para mis adentros pensaba “y bueno, en alguna hay que acertarla”…
El teatro me sonaba algo lejanísimo a lo que no podría retornar jamás. Buenos Aires me daba miedo porque me recordaba a París. La arquitectura y el trabajo de parques eran para mí historias de otra vida… El baile debe ser concebido como un lenguaje acelerado, rítmico y espacial por el cual la persona puede ir inventando cosas en una especie de onda rítmica que la lleva como al galope… Aquí me di cuenta que mi terapia es el teatro. Aunque ahora estoy en una cosa que ya no es más teatro, pero que viene de ahí. Me interesa simplemente formar grupos, hacer el jardín como cuando trabajaba en la municipalidad. Quiero poner el roble, el alerce, las rosas, los alelíes, quiero hacer una cosa que sea armónica y crezca… Como el espectáculo no puede detenerse, tritura, ordena, inventa…
Siempre fui actor de mi propia obra. Probaba mi personaje en cualquier parte: me gustaban para eso especialmente las fiestas. Alguna vez decidía que no hablaría con nadie, que sencillamente asentiría, miraría a la gente con interés y en silencio: pretendía probar la insoportable inconsistencia del silencio y la incapacidad de la gente para callar y para escuchar. Me acercaba a un grupo y miraba con suma atención al que hablaba y asentía levemente a cada una de las frases que pronunciaba. El dueño de la palabra, si no era interrumpido o interpelado por los otros, comenzaba a dirigirse a mí que incondicionalmente le daba la razón, y algunas veces acompañaba mis movimientos de cabeza con ligeras separaciones de labios que remedaban las últimas sílabas de cada frase. Los resultados que obtenía eran sorprendentes: la mayoría de las veces, el grupo comenzaba a disolverse y el que tenía la palabra seguía hablándome sin parar, saltando de un tema a otro mientras yo mantenía mi plan de asentir y mover los labios, hasta que me dirigía una pregunta a la que yo respondía con un levantamiento pronunciado de hombros y daba por terminado el coloquio. Recuerdo ahora una fiesta a la que había decidido, en principio, asistir muy sociable y hablar con todo el mundo. Cuando llegué advertí que conocía a muy poca gente, lo que favorecía mis intenciones: me acercaba a los pequeños grupos que dialogaban y me integraba sin dificultad; escuchaba unos pocos minutos y me enteraba del tema de conversación y enseguida estaba ya estaba hablando animadamente.
En un momento me acerqué a un grupo que platicaba en un volumen más alto que los demás: discutían acerca del Che Guevara y de su muerte en Bolivia. Estaban divididos: unos decían “murió como un héroe”; otros “murió como un estúpido”. La conversación era tan apasionada que se sucedían las interrupciones y los solapamientos, y nadie conseguía argumentar su posición salvo por la intensidad de su voz. En un momento, una de las mujeres del grupo, la más acalorada, me preguntó qué opinaba: por un instante pensé que no me gustaba hablar, ni bien ni mal, de los ausentes, y abrí muy grandes los ojos como demostrando interés y haciéndole saber que preparaba mi respuesta. Creo que esto le pareció excesivo a mi interlocutora que aprovechó para continuar sin esperar mi opinión. Como no importaba, abandoné ese grupo y me acerqué a otro que seguramente hablaría de cosas menos trascendentes porque se dedicaba con más fruición a la bebida. Estaba allí mi amigo Antonio, que se había vuelto pintor y famoso [puede inferirse que Bonino se refiere aquí el pintor cordobés Antonio Seguí]: él siempre me quiso mucho y me obligó a continuar mis estudios de arquitectura en la universidad. Antonio me presentó a los demás; entre ellos había un fulano que era el Secretario de Cultura de la Municipalidad, que había oído hablar muy bien de mis espectáculos, que sabía del impacto de Bonino aclara ciertas dudas y de mi éxito en el Di Tella, en Buenos Aires. Como yo abría muy grandes los ojos, seguramente sintió que a mí me interesaba mucho lo que decía y continuó: me contó que le había presentado al intendente un proyecto de animación cultural. La idea era que en cada sector de la ciudad hubiera un centro en el que dos o tres veces por semana la gente se reuniera para hacer cosas: teatro, música, danza o lo que fuera, pero nada de política. Como yo abrí más grandes los ojos él sintió que en verdad a mí me interesaba su proyecto y me propuso que fuera el coordinador de esos centros; y como me esforcé aún más en abrir los ojos, sin vacilar, me extendió su tarjeta y me dijo que fuera a verlo en algunos días a su oficina; en retribución, yo, que no tenía tarjeta, le extendí un almanaque de Gath&Chaves que el funcionario guardó sin mirar… Bueno, en el Di Tella me invitaron para hacer unas pocas funciones y me quedé tres meses porque el espectáculo tuvo mucho éxito; en el ínterin vino Onganía y me echaron de la facultad por firmar un papel de oposición a que hubiera policías en las aulas; en realidad, creo que no interpretaron bien mi propuesta: yo solicitaba que en el caso de que fuera necesario que los agentes estuvieran ahí, lo hicieran uniformados, pero no convencionalmente, sino como arlequines o payasos...
Me volví a Buenos Aires y en 1968 presenté en el Di Tella un nuevo espectáculo, Asfixiones o enunciados, que era como la contracara de Bonino aclara ciertas dudas: en respuesta a algunas críticas que decían que mi espectáculo no tenía sentido y que no tenía sentido andar inventando idiomas, creé uno nuevo en perfecto español. Que en verdad tampoco decía absolutamente nada sustancial, estaba lleno de adverbios como anticonstitucionalmente y otros bastante largos también (es cierto que por ahí inventaba algunos morfológicamente correctos pero inhallables en el diccionario), más algunas frases huecas que sonaban consistentes como no obstante, las objeciones, en primerísimo lugar; o simplemente palabras como emergentes, expedientes o concomitante. Para demostrar la esencial inconsistencia del lenguaje, a veces, solía tener a mano una mesa que transformaba en escritorio colocando papeles, libros, lapiceros y otros útiles rigurosamente ordenados; luego le mostraba al público un cartel que decía “¿está prolijo?” Y el público gritaba al unísono “¡síííí!”. Después desordenaba completamente el escritorio y les mostraba un cartel que decía: “¿está improlijo?” Y el coro asentía. Entonces tomaba el diccionario y leía las diferentes acepciones de la palabra prolijo y les informaba que improlijo no aparecía. Otras veces escribía en mi pizarra la palabra “murciégalo” al lado de “murciélago” y hacía votar a los presentes por la forma correcta, para entonces demostrarles que en el diccionario convivían amigablemente, y los amonestaba con severidad y gritaba “¡nebrijas!”, y les advertía que tomaran precauciones antes de corregir a los niños cuando dicen vedera, mondiola, almóndiga o bayonesa…
Jorge Pistocchi, Tamara Kamenszain, Oscar del Barco y Marcelo Casarin. Aclara ciertas dudas. Entrevistas a Jorge Bonino. Argentina: Caballo Negro, 2014.
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