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  • Foto del escritorIván García

Una arquitectura sencilla, densa y natural: Lucio Costa


Selección y traducción del portugués de Iván García



Cuando nos olvidamos de los artificios y equívocos de la propaganda comercial y la especulación ideológica, el desarrollo científico y tecnológico, además de liberar al individuo del hambre y la indigencia, crea condiciones capaces de liberarlo también de la vulgaridad y la sofisticación, esos dos extremos provocados por las contingencias de la falsa jerarquía social, y de llevarlo nuevamente a una vida auténtica, sencilla, densa y natural, sensible e inteligente, una vida, en fin, realmente digna de su condición. No hay duda de que, trabajada a fondo, la industrialización es la base de un nuevo humanismo.



Todos estamos de acuerdo en que la fabricación en serie de muebles de estilo antiguo y las grotescas producciones del falso modernismo son una incoherencia, y que muy pocos nos podemos dar el gusto, o mejor dicho, la extravagancia de adquirir muebles de otro tiempo para uso personal. Ojalá muy pronto esa confusión contemporánea desaparezca y la casa brasileña, hoy tan venida a menos, poco a poco vaya recuperando, con piezas actuales y de fabricación diaria, aquella sobriedad que fue en el pasado uno de sus trazos más característicos y aun su mayor encanto.



La arquitectura regional auténtica tiene sus raíces en la tierra, es producto espontáneo de las necesidades y conveniencias de la economía y del medio físico-social. Con tecnología tan incipiente como improvisada, crece a la sombra del temperamento y el ingenio de cada pueblo. Aquí, en cambio, la arquitectura llegó ya hecha y, aunque favorecida por la experiencia africana y oriental del colonizador, tuvo que adaptarse como ropa zurcida o hechiza al cuerpo de la nueva tierra. En vista de este hecho fundamental, importa conocer, antes que nada, la arquitectura regional portuguesa en su propio terruño, porque es en la construcción popular de sus aldeas, de aspecto viril y un tanto rudo pero acogedor, que las cualidades de la raza se aprecian mejor, particularmente, claro, en el acierto de sus proporciones y en la ausencia de artificios, una salud plástica perfecta, por decirlo así.


1. la ciudad es la expresión palpable de la humana necesidad de contacto, comunicación, organización e intercambio, en una determinada circunstancia físico-social y en un contexto histórico.

2. Urbanizar consiste en llevar un poco de la ciudad al campo y traer un poco del campo al interior de la ciudad.

3. En el trabajo del ingeniero, el hombre es tomado en cuenta sobre todo como ser colectivo, como “número”, ajustándolo todo a un criterio de cantidad; mientras que en el trabajo del arquitecto el hombre es considerado, antes que nada, como ser individual, como “persona”, atendiendo por tanto un criterio de calidad.

Sin embargo, los intereses del hombre como individuo no siempre coinciden con los intereses de ese mismo hombre como ser colectivo; corresponde entonces al urbanista intentar resolver, en la medida de lo posible, esta contradicción fundamental.



Cuando una construcción sólo cumple con las exigencias técnicas y funcionales, no puede hablarse todavía de arquitectura; cuando se pierde en intenciones meramente formales y decorativas, no es más que escenografía. Pero cuando –popular o erudita– aquel que la ideó se da una pausa y medita en torno a un simple espacio entre dos columnas o a la relación entre la altura y el largo de un vacío, cuando se demora en la obstinada búsqueda de la justa medida entre volúmenes y espacios, en la determinación de los volúmenes y su subordinación a una ley, cuando medita entregado al juego de los materiales y su valor expresivo, cuando todo eso poco a poco se va sumando, siguiendo obedientemente no sólo los más severos preceptos de la técnica constructiva, sino también aquella intención superior que selecciona, coordina y orienta en un determinado sentido toda esa masa confusa y contradictoria de pormenores, confiriéndole ritmo, expresión, claridad y unidad al conjunto, aquello que da a la obra su carácter de permanencia, ahí sí que podemos hablar de arquitectura.



Aun cuando la arquitectura es, de hecho, y cada vez más, una ciencia, se distingue fundamentalmente de las otras actividades politécnicas, porque durante la elaboración del proyecto y en el propio transcurso de la obra, involucra la participación constante del sentimiento en cada elección, entre dos o más soluciones, ya sea en un detalle o en algo más general, igualmente válidas desde el punto de vista funcional de las diferentes técnicas en juego –aunque distintas en cuanto al genio de su plasticidad–, aquella que mejor se ajuste a la intención original del proyecto. Elección que es la esencia misma de la arquitectura y que depende, desde luego, exclusivamente del artista, pues a esas alturas lo técnico ya aprobó cualquiera de las soluciones sobre la mesa.



No se trata de la búsqueda arbitraria de la originalidad por sí misma, o de la preocupación inocente por hallar soluciones “audaces” –que no es más que la antitesis del arte–, sino del legítimo propósito de innovar, comprendiendo a fondo las posibilidades virtuales de la nueva técnica, con la sagrada obsesión, propia de los artistas verdaderamente creadores, de traer a la luz un mundo formal todavía no revelado.



Gracias a las cosas bellas del pasado que permanecen en nosotros, es que podemos reemprender la trama, testimonio tras testimonio, del camino recorrido en ese apasionante viaje, no en busca del tiempo perdido, sino al encuentro del tiempo que dejó una huella viva e indeleble, entrañada en el arte.

Lo que distingue a una obra es, precisamente, esta eterna presencia en la cosa de aquella carga de amor y saber que un día la configuró.



La arquitectura podría definirse como una construcción concebida con la intención de ordenar y organizar plásticamente el espacio, en función de una determinada época, de un determinado medio, de una determinada técnica y un determinado programa.



Todo arte plástico verdadero será siempre, antes que nada, arte por el arte, pues aquello que lo distingue de las otras manifestaciones culturales es el impulso desinteresado e invencible en torno a una determinada forma plástica de expresión.

No se trata de una quintaesencia, como tantos suponen, sino de la propia sustancia del hecho artístico, es decir, de su germen vital. Es lo que garantiza la permanencia de la obra en el tiempo, cuando ya dejaron de influir sobre ella aquellos otros factores que condicionaron su nacimiento, no sólo como testimonio de una civilización pasada, sino como manifestación viva y, en todo momento, actual.



Lo que importa no son “las artes”, sino el Arte.

El arte, más allá de la pura creación, debe estar presente en todo: en la urbanización, en la concepción arquitectónica, en el equipamiento y en la ambientación de los interiores, en la forma de emplear los utensilios, en la manera de vestir, en la disposición y carácter de las publicaciones.

Las “artes” necesitan amparo. El arte vive por sí solo y se impone.



En 1924, comisionado por la Sociedad Brasileña de Bellas Artes, conocí Diamantina. Fueron treinta y tres horas en tren, con un transborde en Corintho. Ni bien di los primeros pasos, me encontré con el pasado en su sentido más puro, más despojado; un pasado de verdad, que se agolpaba tan vivo y fuerte ante mí. Fue una revelación.



Al ver aquellas casas, aquellas iglesias, hechizado de sorpresa en sorpresa, uno como que se encuentra, lo invade una alegría y de inmediato saltan los recuerdos de cosas olvidadas, de cosas que uno nunca supo, pero que estaban ahí, dentro de nosotros.



Recuerdo que el último día, ya en la tarde, subí al campanario para despedirme de la ciudad, y allí me quedé, mirando los tejados, hasta que anocheció.


Apuntes tomados de Maria Elisa Costa (ed). Com a palavra. Río de Janeiro: Aeroplano, 2001.


Traducción publicada en marzo de 2010 en Laberinto, suplemento de Milenio Diario. No se disponen de más datos sobre la publicación.



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