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Selma Ancira: He aprendido a oír a mis autores

Actualizado: 3 mar 2020

Iván García



Selma Ancira vive en Barcelona desde 1988 y es una de las principales traductoras mexicanas. A lo largo de 35 años de carrera, ha traducido del griego y del ruso más de una centena de libros, entre los que destacan la prosa completa de Marina Tsvietáieva, los diarios de Lev Tolstói y la poesía de Yannis Ritsos. Su trabajo más reciente es Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis. Ha sido reconocida con varios de los galardones más importantes para un traductor, como el Premio de Traducción Ángel Crespo, el Premio Nacional a la Obra de un Traductor (España) y el Premio de Traducción Literaria Tomás Segovia. En esta entrevista, realizada vía correo electrónico, Ancira comparte la mirada personal con que ha encarado su oficio.


— Cuando llegaste a la Unión Soviética tenías 18 años y no sabías nada de ruso. “El primer año fue muy duro”, dijiste en alguna ocasión. Al final, te doctoraste y ahora has traducido una cantidad muy considerable de libros. Sin embargo, ¿queda algo de aquella experiencia primera, del desamparo ante una lengua desconocida en la relación actual que, como traductora, mantienes con el ruso?

Ese primer año fue muy duro no sólo por el desconocimiento de la lengua, que poco a poco fui aprendiendo, sino porque de pronto me encontré viviendo en un mundo diametralmente opuesto a todo lo que conocía. El clima, las costumbres, la comida, la manera de entender la vida, las relaciones humanas, la naturaleza, las tradiciones, todo era nuevo y diferente. La sensación de desamparo no se limitaba al lenguaje, iba mucho más allá. Con el tiempo y el estudio, fui penetrando poco a poco en ese mundo, hasta conseguir amarlo y formar parte de él. La sensación de desamparo desapareció. Con todo, hoy en día, sigo descubriendo giros, palabras, matices, ¡la lengua es inabarcable!


— Alguna vez dijiste que para ti es necesario que el traductor esté en sintonía con la obra que traduce, que traductor y autor vibren en una misma nota, como si empataran tonos. ¿Qué es para ti el tono? ¿De qué dirías que se alimenta el tuyo?

Lo he dicho en muchas ocasiones, es algo que a mí me parece fundamental. La empatía entre el autor y el traductor, la sintonía entre ambos es, en mi opinión, lo que permite al traductor crear una verdadera obra literaria. Escribir aquello que él hubiese escrito si fuese escritor. O escribir de la manera en que hubiese escrito si su profesión fuese no la recreación literaria, sino la creación. Si de pronto te sorprendes pensando que te habría encantado escribir aquello que estás leyendo, es que estás en sintonía con tu autor. Si la lectura te contagia, si comienzas a sentir una necesidad imperiosa de traducir aquello que estás leyendo es que estás vibrando en la misma cuerda que tu autor. Cuando esto ocurre, las posibilidades de que la traducción tenga “duende”, por recordar a García Lorca, son mayores que si las cuerdas entre traductor y escritor no se rozan. Cada autor te brinda posibilidades distintas. Te alimenta de maneras distintas. El tono no es uno, es uno distinto cada vez.


— Varios de los escritores rusos y griegos que has traducido han sido ellos mismos traductores. ¿Qué has aprendido de ellos en este sentido?

Las traducciones de los autores que traduzco son, para mí, una fuente muy valiosa de información. Descubrir cómo entendían ellos la traducción literaria es, entre otras cosas, una guía para saber cómo les habría gustado ser traducidos. Cada uno de mis autores me ha enseñado cosas distintas, me ha sugerido cómo debo traducirlo y a qué debo aspirar cuando lo traduzco…


— Llevas 35 años en el oficio. ¿Cuáles dirías que son tus principales aprendizajes?

He aprendido a oír a mis autores. A seguirlos. A intuirlos, incluso. He aprendido a dar a cada uno las prioridades que él me pide. He aprendido que traducir es Crear. Así, con mayúscula. Y también que traducir es una forma de vivir.


— ¿Qué te llevó a creer en la traducción?

No sé. Se dio así. Mi primera incursión en este mundo maravilloso fueron las cartas del verano de 1926 entre Pasternak, Tsvietáieva y Rilke. Las traduje sin ninguna experiencia, sin ningún conocimiento del oficio, las traduje con amor, con entusiasmo, con admiración, con devoción incluso. Y creí en eso. Y sigo creyendo. La traducción es una manera de entender la vida. Se desborda del ámbito profesional y se derrama sobre otras esferas, las más diversas, de la existencia. Al menos, eso es lo que me ocurre a mí.


— Al recibir el Premio Tomás Segovia, hablaste de tu necesidad de “caminar las palabras”, de conocer los lugares donde vivieron tus autores y de los que hablan en sus escritos. En tu trabajo como traductora, ¿tienen un peso importante tus propios lugares o quedas satisfecha con recorrer los de tus autores?

Por supuesto que tienen un peso, y muy importante, mis propios lugares. De alguna manera conviven con los lugares de mis autores. Digamos que… se complementan. Hay un lugar emblemático en mi vida y muy mío: la isla de Naxos en el Egeo. Llegué a él hace muchos años, me enamoré de la isla y se ha convertido en mi lugar ideal en la Tierra. Ahí camino mis propias palabras.


— ¿Qué es lo más extraño que te haya pasado al traducir? No sé, estoy inventando. Algo como soñar a tu autor u oírlo en sueños.

Suelen ocurrirme cosas curiosas cuando estoy en absoluta sintonía con mis autores. A veces padezco sus padecimientos, como me ocurrió con Tolstói cuando traducía sus Diarios. Yo, que afortunadamente no sufro de los dientes, de pronto tenía el mismo dolor de muelas del que se quejaba Tolstói. El dentista se volvía loco. Mi boca estaba perfectamente sana… Otras veces vivo situaciones que parecen salidas de la novela que estoy traduciendo, como me ocurrió hace poco con Kazantzakis y su Zorba. En el viaje que hice a Creta siguiéndolo a él y al personaje, día con día vivía pasajes que había traducido y encontraba a personas con las que incluso podía reproducir diálogos enteros del libro. Sorprendente y no.


Publicado en La Jornada Semanal (22 de mayo de 2016).

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