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  • Foto del escritorIván García

Rulfo, lector de traductores

Actualizado: 8 sept 2020



Es agosto de 1946. Arístides Gregori –nombre remoto, escondido– acaba de publicar en Argentina su traducción de una de las grandes obras de todos los tiempos: La muerte de Virgilio, de Hermann Broch –nombre un poco más sonoro–, que publicó su libro a fines de junio de 1945. Es, también, fines de 1946 o principios de 1947: Juan Rulfo está leyendo ya esa traducción, y de manera muy acuciosa. En su ejemplar argentino, hay corchetes, llaves y varias otras marcas. Incluso, en la página 75, hay una pequeña enmienda de ritmo. Quién sabe, quizá hasta copió algunas páginas a mano o a máquina, como solía hacerlo con los libros que más le interesaban. Lo cierto es que Gregori, Broch y Rulfo, en esos años luminosos para la literatura, dieron un ejemplo de lo que realmente es tener interés por las palabras.


Que Rulfo no fue un lector “básico”, con una formación exigua, es algo que ya tendría que estar totalmente claro. Suficientes esfuerzos se han hecho para desbaratar ese disparate. Que Rulfo no se enganchara con la imagen de un lector con tufos aristocráticos, es otra cosa. Pero lector era, y un gran lector, como ya hemos podido advertir en Retales, en sus versiones de las Elegías de Duino y en su gusto por los cronistas novohispanos, por citar apenas tres ejemplos. Otra cosa es también que no fuera de esos lectores que se apresuran a manejar libros y autores con una solvencia insoportable. Su relación con las palabras pasaba por una oscura, lúcida y fecunda asimilación.


Ladridos, astros, agonías. Rilke y Broch en el lector Rulfo, del arquitecto Víctor Jiménez, es una de las más recientes obras difundidas por la Fundación Juan Rulfo, que dirige el propio Jiménez. Su cometido es muy simple: culminar un acercamiento a Rulfo que nos permita ver, como explica Alberto Vital en el prefacio, “que estamos ante un autor de lecturas muy amplias” y que “no fue un autor testimonial o realista a la manera del realismo decimonónico.” Pero el estudio consigue más. Como advierte también Vital, Jiménez logra despejar aquella otra embestida que busca influencias en el narrador jalisciense para normalizar sus méritos: “Hoy Víctor Jiménez termina de subvertir la fórmula: mientras más lecturas se le detecten, más original será el autor.”


¿Cómo es esto posible? No por un traslado tosco de la lectura, como quien busca barajar un capital de formas, sino mediante una sutil diseminación, mediante ecos –como apunta Jiménez a partir del estudio de Zarina Martínez (“Juan Rulfo: ecos de Knut Hamsun”). O mediante murmullos –como tal vez habría dicho Rulfo–, donde la palabra ha perdido solidez, límites reconocibles, para volverse flujo. Incide también, desde luego, el estudio de mecanismos y herramientas que a menudo no están o no son habituales en nuestra lengua y que a veces llegan con la traducción (es decir, con la lengua de llegada extrañándose de sí misma a raíz de lo traducido, con la lengua de llegada traicionándose gracias a ese elemento que contrabandea la traducción). Pero aun esto debe hacerse eco, diseminación, flujo casi sanguíneo. El murmullo tiene la virtud de hacerse dúctil, atravesar interregnos, crear aleación con otros elementos, y esto permite que en vez de tener un encajamiento explícito de formas, tengamos una gama de fuerzas alimentando la vitalidad de un nuevo original.


El breve ensayo de Jiménez se compone de dos partes. En la primera, “Ladridos”, se analiza el vínculo entre Rainer Maria Rilke y Rulfo, concretamente entre la Melodía del amor y la muerte del corneta Cristóbal Rilke y “Nos han dado la tierra” y Pedro Páramo, algo que ya había planteado José Miguel Barajas en un estudio pionero. En esta ocasión, Jiménez se aboca a un solo párrafo de ese libro de Rilke, que Rulfo leyó en la traducción –no del todo afortunada– del jurista Eduardo García Máynez, editada en 1940. Jiménez además compara ese trabajo con una traducción argentina de 1944 (firmada por Ángel Battistessa y que también leyó Rulfo), una traducción francesa de 2013, una segunda versión de García Máynez editada en 1956 (cuando Rulfo ya había publicado sus libros) y el original en alemán, para ponerlos a contraluz con pasajes muy específicos de Rulfo. Como puede advertirse, se trata de un trabajo minucioso que parte de la traducción comparada. Cada detalle, cada diferencia de traducción cuenta, cada partícula puede ser el movimiento reconocible que trasminó de Rilke a Rulfo. La lectura de Jiménez es aventurada, pero no vaga, está en la línea de lo que la teoría llama close reading. Es así como nos muestra “la presencia directa de ciertas expresiones y atmósferas” de esa obra de Rilke en pasajes de Rulfo. Hemos dejado atrás ya la discusión de si Rulfo fue obra de la casualidad o no, para entrar en algo mucho más provechoso: ver cómo resuenan atmósferas rilkeanas en Rulfo, ver cómo un poeta europeo se aloja y se empoza en Rulfo, ver cómo se da con todo ello una “alquimia corporal” (como la llama Vital en su prefacio) que derriba la imagen de un Rulfo testimonial o realista. Es a causa de estas correspondencias, que por supuesto no se limitan a Rilke, que Jiménez descree de aquellos que opinan “que la literatura de Juan Rulfo surge (como se dice del brote de una planta) de un surco en el campo de Jalisco” e insiste en tomar más en serio la capacidad que tiene la lectura de incidir en la configuración del mundo de un escritor.


En este punto, antes de pasar a la segunda parte del ensayo, conviene atender algunas líneas del brevísimo texto inédito de Rulfo que abre el libro (una respuesta que dio a alguna entrevista que no se conserva): “Yo siempre estoy dispuesto a hundirme en el mundo del autor, lléveme adonde me lleve, pues no recapacito en nada antes de someterme a su lectura; simplemente me sumerjo en su mundo como quien se tira de cabeza a un río. El entrar en una obra tiene algo de mágico: se cruzan fronteras extrañas y, sin embargo, uno permanece en el mismo sitio […]. Fue entonces cuando me di cuenta del valor de los libros y de cómo lo ayudan a uno a escapar de cualquier encierro.” Ahí está la clave de lo que sustenta Jiménez: la lectura sacó a Rulfo, y a su propia escritura, de cualquier encierro, incluido el “realista”. Leer como él lee, sin recapacitar, sumergiéndose como quien se tira de cabeza a un río, es vulnerar todo límite reconocible, todo encierro identitario, para cruzar fronteras extrañas y asistir a las más inauditas combinaciones. Capitular así es hacerse totalmente permeable. Pero esto no quiere decir, en mi opinión, que el mundo campesino haya desaparecido de la obra. Las construcciones derruidas, las piedras sucesivas de la lengua, están allí, pero anidadas igualmente en los sentidos del poeta. Hechas eco también, incandescencia, murmullo oscuro. Están ahí, enhebrándose con otros estímulos, con la consciencia del autor o sin ella. Al respecto, son fascinantes las palabras de André Gide, traducidas por el propio Jiménez para ilustrar cómo se produciría la influencia literaria en Rulfo: “He leído tal libro y después lo he cerrado y devuelto a su estante; pero en dicho libro estaba tal palabra, una que no puedo olvidar. Ha descendido en mí tan adentro que ya no la distingo de mí mismo. Desde ese momento no soy ya más como si no la hubiese conocido. ¿Que he olvidado el libro donde leí esa palabra? ¿Que he olvidado incluso que la he leído? ¿Que no la recuerdo sino de manera imperfecta?... No importa. No deseo ser de nuevo aquél que era antes de leerla. ¿Cómo explicar su poder? Su poder proviene de que no ha hecho sino revelarme una parte de mí mismo todavía desconocida para mí mismo; no ha sido para mí sino una explicación; sí, una explicación de mí mismo.” Lo que Ungaretti dice de su poesía, vale para la de Rulfo: “Cuando encuentro / en este silencio mío / una palabra / cavada está en mi vida / como un abismo.”


La segunda parte del ensayo está dedicada a distinguir la presencia de La muerte de Virgilio en Rulfo, quien no sólo leyó la versión de Gregori, sino que también adquirió la que José María Ripalda hiciera a partir de la del traductor argentino. Sin embargo, a diferencia del escrito juvenil de Rilke –donde podemos encontrar “las mismas palabras de la traducción de García Máynez en unas pocas expresiones cortas y aisladas de Rulfo”–, la “transmisión” o el “trasvase” de algunas ideas y expresiones de Broch se da de un modo muy distinto. Aún así, astros y agonías, más “la noche, con su densa negrura”, que dominan la narrativa de Broch, encuentran empatía en la de Rulfo: “en algunos cuentos –como apunta el especialista– y en Pedro Páramo la noche es sin duda parte importante de lo que ocurre en cada narración, y en la novela una estrella, la vespertina –asociada a la luna–, tiene un papel destacado como tema crípticamente significativo en el desarrollo de los acontecimientos: algo similar ocurre con la luna en algunos cuentos y parcialmente en Pedro Páramo”. No hace falta recordar que abundan las agonías en Rulfo. Además, advierte Jiménez sobre Broch, “en el terreno de la escritura es muy notorio el recurso a la repetición de palabras dos, tres o cuatro veces en la misma frase o el mismo párrafo, sin preocupación alguna por lo que diría un manual de estilo: el lector puede recordar que esto es algo característico también de la obra de Rulfo.” El análisis de Jiménez es más minucioso, pero baste con estos ejemplos para dar una idea de su cometido.


Si el ensayista se aventura a trabajar con todas estas “huellas posibles” de Rilke y Broch, dos nombres absolutos de la literatura mundial, no es para acercarle respaldos a la obra de Rulfo. Ésta no necesita ninguno. Lo hace para señalar que Rulfo fue un gran lector (no sólo por la cantidad de libros que leyó, sino por el modo en que lo hizo) y que ver en él a un autor realista es perderse de prácticamente todo. Eso lo logra Jiménez de manera notable, con una escritura sobria y respetuosa, acorde con lo que está estudiando.


Por último, algo importante: Rulfo no leyó a Broch ni a Rilke en la lengua original. A menudo se olvida, pero hubo gente que tradujo y ha continuado traduciendo a esos autores. Eso es lo que leyó y admiró Rulfo. Eso es a lo que le dedicó su atención y de lo que obtuvo un provecho indudable. Quizá para mucha gente que se precia de ilustrada la traducción no sea más que algo desdeñable. Estupendo. Lo cierto es que para Rulfo, creador de la gran obra de nuestra lengua, fue fundamental.


¿Que la tremenda traducción de Gregori-Ripalda en realidad no es adecuada? Es posible. José María Pérez Gay, en El imperio perdido, dedica un ensayo a Broch y allí señala: “La muerte de Virgilio es una búsqueda y una reconquista del lenguaje; un acto de fe en los poderes de la literatura. Es además una novela casi intraducible. El idioma alemán utiliza el sustantivo, en cierto modo, como una oración o frase condensada. Su capacidad de construir vocablos compuestos no tiene límites. En inglés, francés o español el sustantivo desempeña una función sintáctica distinta. Los vocablos compuestos casi no existen. De acuerdo a la estructura del idioma alemán, la fuerza narrativa de La muerte de Virgilio y su poder musical descansan sobre los sustantivos: sus diferentes combinaciones regresan siempre al tema central. Al desconocer esta técnica, los traductores de Broch al español –Gregori y Ripalda– convirtieron la novela en un texto casi ilegible.” Dice además que Jean Starr Untermeyer, la traductora del libro al inglés, trabajó con Broch en “una relación simbiótica” durante seis años y que el resultado fue asombroso (incluso, se sabe que los últimos capítulos en alemán y su traducción al inglés se hicieron con diferencia de días). Otro tanto pasó con Albert Kohn, el traductor al francés, con quien Broch trabajó dos meses en la revisión. Desconozco si Gregori no tuvo la suerte de contactar al autor (o a Untermeyer, ya que el argentino también traducía del inglés). Desconozco si Ripalda se pronunció al respecto del juicio de Pérez Gay. Lo cierto es que si la traducción de Gregori-Ripalda es errática, eso errático configuró para Rulfo una lectura impactante, tal como lo sigue siendo hasta nuestros días. Además, siempre es posible aventurarse a hacer una nueva traducción, sobre todo a la luz de las cosas que ahora sabemos.


Iván García. "Rulfo, lector de traductores". Revista Crítica (agosto - septiembre de 2017). pp. 164-168. Reseña de Ladridos, astros y agonías. Rilke y Broch en el lector Rulfo (México: RM, 2017) de Víctor Jiménez.


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