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  • Foto del escritorIván García

Poesía y cárcel: Milo De Angelis



Traducción del italiano de Iván García


Hace años, cuando empecé a dar clases en el Reclusorio de Opera, en la periferia de Milán, pensaba que mi misión sería difundir la buena nueva de la poesía. Nada más equivocado. En diversas cárceles se escriben muchísimos poemas, por todas partes y sin tregua. Sólo que no es poesía. Son desahogos, confesiones, palabras arrojadas a un cuaderno, palabras sin búsqueda ni peso. Como tantos otros que se leen a diario, desde luego, pero con la coartada extra de creer que tienen una garantía por haber surgido allí, en ese lugar de sufrimiento, como si eso fuera un salvoconducto. Obviamente no es así. Es necesario entenderlo y hacerlo entender. Incluso severamente, si es necesario. En poesía, nadie tiene garantía de nada: estamos desnudos ante la palabra, en una tensión frontal y de fuego. Hoy todo mi esfuerzo –lejos de difundir versos– consiste en contenerlos, ponerlos frente a su esencia y su ley, llevarlos de vuelta a una necesidad expresiva, a un camino histórico y espiritual de esta necesidad: debe pasar mucho tiempo antes de que una palabra llegue a los labios, antes de que un verso se coloque sobre la hoja o la pantalla.


Esto no significa que la cárcel sea un lugar como cualquier otro, ni siquiera para la poesía. El espacio es muy limitado y el tiempo, interminable. La falta de ciertos objetos, ciertas luces, ciertos rostros acentúa los límites de la fantasía. El año pasado, mientras daba una clase sobre Leopardi, un preso me dijo que para él los barrotes de la celda eran como el seto de “El infinito”: al impedir algo, provocan algo más grande; al bloquear la mirada, estimulan a la visión. Y es verdad que la cárcel, un lugar de trauma y memoria, tiene como tal una dimensión que parece acoger la escritura poética, custodiarla y hacerla fecunda, pero siempre y cuando sea escritura, siempre que tenga la humildad de seguir su forma.


¿Alguna vez vieron una celda? Son unos pocos metros cuadrados donde cada cosa tiene su justo lugar, donde basta con mover un banquito para desquiciar el orden cotidiano, un equilibrio que se alcanza con muchos esfuerzos. Lo mismo sucede en la poesía, basta cambiar un adjetivo para desatar el caos. Cárcel y poesía tienen en común un régimen de vigilancia, de máxima vigilancia.


Así que cada mañana salgo al Reclusorio de Opera. Es una especie de odisea metropolitana para quien vive, como yo, en Bovisasca, al otro lado de la ciudad. Tomo la primera salida del trolebús 92, siempre a las 6 en punto. Escojo un lugar para sentarme, entre los muchos asientos vacíos, y algo para leer: correos pendientes, un trabajo, la Gazetta dello Sport. Pero lo más seguro es que mire por la ventana. Hay pocas cosas tan conmovedoras como ver pasar la ciudad por la ventana, a veces con niebla o con alguna llovizna que nubla la visibilidad. Milán nos despierta y siento su energía, el terremoto de los cuerpos que empiezan a moverse nuevamente. Bajo en la terminal del 92 y espero el tranvía 24, que desde hace décadas recorre la Via Ripamonti. Pienso en lo que voy a hacer y decir, me enfoco en una lección, la sonrisa de mis presos, y bajo de nuevo para tomar el autobús 99, que alrededor de las 7:45 me dejará en el reclusorio.


No, no es triste repetir cada mañana este rito entre las calles y la respiración de una ciudad que amo. Es triste más bien, al final de la tarde, cuando la oscuridad invernal proyecta sus sombras en los pasillos, saludar a los presos, verlos en sus celdas con sus compañeros, sentir que su vida es otra, que dentro de poco volverán a sus obsesiones y que el tiempo compartido es sólo un fragmento.


Y bueno, hay que enseñar en ese único instante. No existe eso de la “continuidad didáctica”, mucho menos aquí. Las primeras clases empiezan con veinticinco alumnos y acaban con siete u ocho. Reuniones familiares, salidas a juicio, depresiones post-condena, transferencias de una prisión a otra o a otro sector de la misma cárcel, todo es provisional. Los reos están en perpetuo movimiento, aparecen y desaparecen, regresan, saludan. Hay que tomarlo como es. Ser contemporáneo de este movimiento, dejar una huella poética que acaso se recogerá en otros lugares y estaciones.


Pero ¿qué se enseña en estas aulas silenciosas del Área Pedagógica? Hay un programa, claro, y debe llevarse a cabo: “De San Francisco a nuestros días”, como en cualquier instituto técnico comercial, con el mismo examen general de prepa al final del curso. Pero aquí pasa algo diferente. No hablo del contexto, los controles y el grito del encierro. A todo esto uno se acostumbra. Hablo de algo más esencial, que concierne al alma de los prisioneros, su intento por creer en sí mismos nuevamente, cuando esta intención existe y es verdadera. Lo que hay que enseñar, lo que debe hacerse evidente, es un amor por la vida. A través del amor a la poesía, que es su esencia verbal, un amor por la vida.


Nos toca enseñar una disciplina –la poesía es el lugar por excelencia de la disciplina– a quien no la ha cultivado en su interior. La poesía es el espacio de la precisión, de la combinación milimétrica, de la sílaba irremplazable. “El adjetivo que no da vida, mata”, decía César Vallejo. Y es aquí donde la energía fantástica debe intervenir para transformarse en verso, donde la tensión vertiginosa debe entrar para alcanzar su forma única, donde el fulgor de la noche, también, debe intervenir para manifestarse como visión. Sin este lugar de disciplina, la fantasía creativa se ahogaría en una logorrea cualquiera, en el parloteo de una borrachera. Pero una descripción confusa no es una descripción de la confusión. Poesía y cárcel comparten una misma condición: la expresión infinita de la libertad mediante la observación rigurosa de una ley.


El delito cometido emerge –si es que emerge– sólo por fragmentos y filamentos: una frase interrumpida, la imagen de un tema, el balbuceo de un verso, trizas de una verdad, pedacería de un mosaico incompleto. O no emerge en absoluto, se queda en una región cada vez más remota e innombrable. Son infinitas las gradaciones del silencio. Es preciso darles una guarida. La cárcel no es para curiosos.


Por otro lado, la magnitud del crimen no dice nada. Hay personas que han visto sangre, mucha sangre, o que han visto de cerca la locura, el grito de terror, el frío de un arma, la garganta degollada, pero hablan de todo esto con el tono de una cancioncilla. Para otros, la visión de una sola gota de sangre ha sido suficiente para provocar un trauma absoluto y el precipicio, la redención invocada, la noche blanca de la culpa y el subsuelo. La magnitud objetiva del crimen, que se resume en el informe policial, puede desplazarse hacia una solución expresiva o quedarse allí, inerte como el léxico que la define. Depende del alma, nada más que del alma, y ella es un misterio.


Son poquísimos los reos que, en estos años, me han dado a leer algo significativo. No me sorprende: también afuera es así. Me impresiona más bien un aspecto en común, cuando los oigo hablar de sus versos y del origen de estos. Un aspecto que tiene que ver con el tiempo, que en prisión es muchísimo, incalculable, espeso. La palabra tiende a construirse fatigosamente, volviendo una y otra vez sobre sí misma, enmendándose, redefiniéndose, tachando líneas y líneas en el cuaderno (aquí todo todavía se hace a mano) y mostrando físicamente todo el poder del demonio de las variantes, como lo llamaba Ungaretti. Por lo tanto, es una palabra que recorre un largo camino antes de hacerse presente. Y de este camino de obstáculos lleva el peso y la necesidad, como siempre tendría que ser en poesía.


Milo De Angelis. "Poesía y cárcel". Traducción del italiano de Iván García. La Jornada Semanal (20 de septiembre de 2020). pp. 2-3.

Imagen sin crédito tomada del artículo "Casa Di Reclusione Milano Opera – Gestione del Personale – officina meccanica e carrozzeria".

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