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  • Foto del escritorIván García

Milo De Angelis. Instante, memoria y realidad

Actualizado: 8 jun 2022


Nacido en Milán en 1951, Milo De Angelis es uno de los poetas más importantes de la lírica italiana actual, además de ensayista, traductor de poetas clásicos griegos y modernos franceses. Compartimos ahora algunos apuntes inéditos que dictó recientemente en una conferencia en Perugia.


Singularidad


Extraña tarea la de la poesía: expresar la libertad absoluta a través del rigor, el éxtasis y el delirio mediante las obligaciones de una métrica y una tradición, expresar, en fin, la anarquía mediante las tablas de la ley. La poesía se halla atravesada por ese contraste. Su existencia es la prueba de que, junto a aquel que ha perdido todas las palabras, en ese mismo instante, en esa misma persona, hay un maestro del lenguaje. Junto a un hombre metódico y ordenado, hay uno que tantea en el pozo de sus recuerdos y sus sombras. Junto a quien vive arrasado por el pánico, hay alguien que tiene la frialdad de un mapa militar.


La palabra poética está siempre amenazada por su abrupta desaparición, que constituye su esencia. Sin la amenaza de su propio fin, se convertiría en palabra mundana, palabra que no sabe cómo terminar, que no conoce aquel silencio último ante el cual debe cesar, ajustar la línea, dejarla en blanco.


Por otra parte, lo que no conlleva su fin ni siquiera tiene derecho a comenzar. Si algo no contiene la garra de su mortalidad, si puede continuar al infinito y pasar de un episodio a otro, entonces entra en un territorio próximo al parloteo.


Cuando empiezo a escribir un poema, la exigencia es siempre la misma: arrancar una sílaba a la oscuridad y atisbar algo. Las palabras vienen de allí, de ese lugar difícil y recóndito, de ese cuarto oscuro en el que están confinadas y piden encontrar una forma, no quedarse mudas para siempre. Pero no hay más que una salida. No hay más que una forma de que la palabra se cumpla. La palabra debe engullir ese camino obligado: no hay otro camino que el que se escribirá en la página. Y el lector a su vez debe escucharlo: no hay otro modo.


Quizá este sea el deber de todo poeta: apuntalar a la palabra en su singularidad, despojarla de divagaciones, devolverla a su misión, la de hablar sólo una vez.



Realidad


Existen, decía Marina Tsvietáieva, poetas de río y poetas de lago. Los poetas de río tienen un curso, un desarrollo, pasan de un campo a otro, tienen un movimiento que los lleva a crecer y cambiar a medida que se encuentran con nuevos lugares y nuevas personas. A menudo son poetas civiles o en todo caso llamados por la historia, a la que a su vez convocan. Pueden ser Pushkin o Dante, Foscolo o Víctor Hugo. Los poetas de lago son poetas de la obsesión: dos o tres temas recurrentes, siempre los mismos, que observan mientras caminan en círculos a lo largo de la orilla, cambiando con cada libro su punto de vista, la ubicación, el tono de la luz a través de la figura obsesiva con que se viene mirando y pronunciando. Su tiempo es ritual, cíclico, sin etapas ni progresiones; su mirada no tiende a la extensión, sino a la línea vertical. Amo esta mirada y la siento mía.


No soy un poeta que parta de la realidad. Intento, más bien, llegar a ella atravesando las arenas movedizas del silencio, los terrenos accidentados de aquello que se queda mudo y se obstina en callar en su cueva misteriosa. A veces se produce esta grieta, pero después de largas gestaciones: años de intentos, derrumbes interiores, zonas oscuras, paredes rocosas donde la palabra intenta cavar un túnel y salir a la luz. Lo mismo vale para la claridad: a veces me sucede que llegan destellos, filamentos, líneas de fuga. Pero sigo siendo un poeta de la noche, confinado a una tierra difícil y neblinosa, con su oscuridad fundamental y a la vez con llamas repentinas que arrojan una luz provisoria sobre esta oscuridad.


Memoria


¿Qué es entonces la palabra poética? A primera vista, pareciera la más impredecible y al mismo tiempo la más necesaria, la más desconocida y la más tradicional, en un equilibrio inestable que es también el del poeta, criatura en la que al mismo tiempo y en el mismo lugar conviven un hombre perdido y un hombre extremadamente lúcido, como dije al principio, un hombre atentísimo al latido presente de la lengua y un hombre cautivo del pasado.


Sí, el pasado. El poeta da un salto en mar abierto y se sumerge en su pasado. La imagen del mar se adapta bien al tiempo transcurrido, pues se halla en perpetuo movimiento, con cambios repentinos que van de la calma a la tempestad, de la quietud a la tramontana. No se trata de una búsqueda del tiempo perdido, sino de un tiempo en pérdida, continuamente en pérdida, que se entrelaza con el presente, lo transforma, lo configura, lo desfigura, lo hace suyo, en un abrazo ardiente e inagotable. Es una inmersión, precisamente. No es el lento descenso del arqueólogo cargado de mapas que trae sus hallazgos a la superficie. No. Todo sucede de improviso. Los tiempos se confunden. El pasado remoto se convierte en pasado próximo y luego en infinito presente y futuro anterior.[1] Todo está tan presente que se pierde. Todo es tan remoto que es inminente.


El tiempo, que retorna sobre sí mismo, da cuerpo a los lugares amados y los completa. Sobra decir que este tiempo no es lineal. Pero me gustaría señalar que, en estricto sentido, tampoco es circular. No es un tiempo que regrese exactamente al punto de partida. Es más bien un tiempo que, al regresar, se acerca al camino andado y puede, por lo tanto, observarlo y percibirlo sin coincidir con él. La figura geométrica que dibuja esta forma de tiempo, entonces, no es el círculo, sino la espiral.


En poesía, la singularidad del momento se proyecta siempre sobre un fondo de duración. El episodio más contingente se entrelaza con el aliento de su permanencia. La poesía no puede prescindir de esta dramática coexistencia de lo que huye y lo que queda: la música de las esferas en la sirena de una ambulancia, el muchacho que se desmayó sobre la banca y nuestras muertes secretas, un accidente en la autopista y el huracán de lo perdido. El momento y la duración. Gran tema, tema eterno de la poesía. El momento, que nunca es estático, cuando es realmente un momento destinal, como el de los grandes fotógrafos, recoge en sí las estaciones, hace converger el tiempo que precede y el que sigue. Mientras el poeta, con la mirada fija en ese instante fecundo, crea el aura de otra historia acariciada, de lo que puede ser. Es un momento que debe recoger entre los mil posibles, es el instante crucial, el kairós. Evoca una temporada mientras anuncia la siguiente. Hélo ahí, el kairós es esta unión de las edades, este movimiento centrípeto en el que pasado y futuro confluyen en el momento. Recuerdo y profecía, memoria y promesa, átomo lleno de tiempo.


Una sola imagen puede contener tal vigor, tal espera, tal desconcierto que es capaz de irradiar con fuerza y convertirse en un mundo. Este entrelazamiento singular y cósmico es característico de la lírica, desde los antiguos hasta nuestros días, desde Alcmán hasta Bonnefoy. De hecho, la lírica narra lo que sucede una sola vez. Y precisamente porque ocurre sólo una vez, trae consigo la sombra de las existencias excluidas, que rodean como una multitud la singularidad del momento, cargándolo de dinamismo y fuerza cinética. En este sentido es una experiencia iniciática, es decir, una experiencia que, al mostrarnos todo un tiempo en el tiempo microcósmico del verso, tiende a la epifanía, a la revelación del significado oculto detrás del inmediato. Más que la palabra “momento”, prefiero “instante”. Es además tan bonita de decir. Tiene el sonido vibrante de un participio presente y proviene de un verbo, instare, que significa cernir, estar al borde, ser inminente, y que por lo tanto lleva consigo esa presencia de tiempos, mezcla lo que palpita ahora con lo que se prepara para venir.


La palabra “poesía”, como se ha dicho mil veces, viene de un verbo griego, poièin, que significa “hacer”. Pero atención: no es el hacer de una acción material y de la práxis –que se diría, por cierto, prassein–, sino el hacer mágico, artístico y mítico de la representación sagrada, del juego y la fiesta, el ieropoièin de Píndaro y Baquílides, y que como tal conlleva una zona oscura y solemne, una voz antigua cargada de enigma. Por lo tanto, es una fatalidad que la poesía, en su potencia demoniaca, escape tanto de un uso práctico de su palabra como de una definición neta de sus confines. Y, de hecho, ahora que hemos llegado a la conclusión de nuestro diálogo, me doy cuenta de que realmente no he respondido a la pregunta crucial que nos ha acompañado esta noche: “¿Qué es la poesía?”


Por otro lado, era imposible. A lo mucho se puede crear alguna sugerencia, algún brillo, cierto juego de sombras, algún caminito que nos permita acercarnos al precipicio que esta pregunta abre de golpe en el momento en que se la formula. “¿Qué es la poesía?” No sabemos qué es, pero sabemos que se nos presenta y nos persigue como un anuncio, una tormenta, un destino, y que cuando aparece deja una marca indeleble, una herida, a veces dramática, a veces maravillosa… tiene tantas caras esta herida, pero ciertamente es una herida que no se cierra y que nos acompaña en el corazón de nuestro deseo y forma, letra tras letra, el nombre de ese puerto enterrado que es la meta de nuestro viaje.



Traducción de Iván García revisada por el autor

[1] El autor juega con un doble significado, literal y metafórico, de los tiempos verbales en italiano. [N. del T.]


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