top of page
Buscar
  • Foto del escritorIván García

Lajos Szalay: los dibujos de un campesino

Actualizado: 9 mar 2020


Iván García



Hay una obra central que, fuera de tres o cuatro lugares en el mundo, permanece casi ignorada. Nos referimos a la obra del dibujante húngaro Lajos Szalay (1909-1995).


Su “línea maestra”, para decirlo con sólo dos palabras, mereció estas líneas de Picasso: “Si sólo dos nombres de artistas gráficos del siglo XX pasan a la posteridad, yo seré uno de ellos: pero si es sólo uno será Lajos Szalay”.


Todos los atributos que la crítica ha subrayado –trazos entrecruzados, orden y estructura, variedad de líneas que juegan, precisión impetuosa, líneas quebradas, libertad– dan razón de su conocida intransigencia. Y a la inversa, de acuerdo con un testimonio de Salvador Nielsen: “Su conversación, en un castellano que no sabemos por qué nos recuerda a sus dibujos, es llana y directa (...) Hablamos de sus dibujos. De la intensidad dramática que comunican a quien los contempla y nos explica su misión: ‘Como artista soy una especie de nervio de la humanidad (...) A otros ‘nervios’ se los adormece con el opio de la comodidad; para mí se ha elegido el de la incomodidad extrema”.


Ante un trabajo de Szalay, no hay cómo evadir su grandeza –vacíos, recrudecimientos, contundencia, libertad. Ya se trate de sus trabajos religiosos, eróticos, sobre la guerra o aquellos ligados a la mitología grecorromana, se impone el castigo de una línea hasta que se vuelve expresiva por sí misma, como afirmó Jorge Romero Brest. Su acendrada genialidad no descansa. Uno ve su trabajo como ilustrador de ediciones de Kafka, Cervantes, Dostoievski, Chéjov, el Génesis o Baudelaire, por ejemplo, y lo invade la sensación de que los trazos surgen de los silencios de las palabras, más que de las palabras mismas. Como quien ahonda en las fisuras como resorte creativo. Aunque necesariamente ancilares, o quizás debido a ello, esos trazos son una suerte de escucha de lo no dicho: “las ilustraciones”, dijo alguna vez, “llenan un vacío en el texto, es decir, no tiene nada que ver concretamente con lo escrito”. La suya es una línea directa, desnuda, atravesada por una imposibilidad de llenar sus propios vacíos y silencios: “Dibujo de una manera simple, como un campesino, si existe algo así”.


Hijo de una campesina y un obrero de ferrocarriles, Szalay se formó en Budapest y pasó algún tiempo en París hasta que en 1948 recibe una invitación para dar clase en Tucumán, en el noroeste argentino. Es posible que a nosotros en México este nombre no nos diga demasiado, pero Szalay no llegó a cualquier localidad, ni mucho menos en cualquier momento. Eran, por ejemplo, los tiempos de la mítica escuela tucumana de arquitectura, con Eduardo Sacriste a la cabeza y con alumnos tan disímbolos como César Pelli y Jorge Scrimaglio, que aparecería un poco después.


El dibujante llegó para dictar cátedra en el Instituto de Artes junto a una línea conformada por Lino Enea Spilimbergo, Lorenzo Domínguez y Víctor Rebuffo, que enseñaban pintura, escultura y grabado respectivamente. Allí, como han señalado diversos comentaristas, Szalay marcó un antes y un después en la historia del dibujo argentino, aunque sólo recientemente su figura ha ido escapando del olvido.


Con todo, la vida en Argentina no le resultó sencilla. Ciertos católicos lo segregaron por el erotismo de sus trabajos, lo mismo que la intelectualidad de izquierda por sus obras en referencia al levantamiento húngaro del 56 y la posterior represión, así como por su religiosidad. Aun así, según cuenta su hija María Clara, nunca se lo vio tan feliz como en Argentina: “tenía amigos, hablaba mucho, leía; en Nueva York las cosas nunca fueron lo mismo”. Después de una corta estadía en Buenos Aires, se marchó en los sesenta a Estados Unidos y de ahí emprendió el retorno a Hungría en 1988, donde murió años más tarde.


En cierta manera, podría decirse que nunca salió de su país, ya que “Szalay sintió siempre a su tierra como una extensión carnal”, de acuerdo con Mercedes Pérez Bergliaffa. O que salió y no salió a la vez, como esas líneas suyas que no se sabe dónde comienzan ni dónde terminan, que “nunca delimitan, nunca designan”, pero que llevan al pueblo en el secreto de su travesía: “en mis dibujos resuelvo la tensión que sentía mi madre durante la siembra de la tierra”, dijo alguna vez. Y en otro momento: “Los dibujos no son obras sino redes de alambres aptas para encausar la tensión acumulada, esta es la razón por la que no se pueden desarrollar. Están bien o mal tal como están. No se pueden modificar o corregir porque son la fijación de un estado único”.


Fue casi al final de sus días sudamericanos cuando recibe, en el verano argentino de 1958, un telegrama de un joven mexicano que le escribe desde Washington: “Muy estimado Sr. Szalay: Solo unas cuantas líneas para saludarlo y expresarle la admiración que sus dibujos me produjeron. De paso aquí en la oficina de Artes Visuales de la Unión Panamericana, tuve oportunidad de hojear la nutrida monografía que le publicaron en Argentina. Soy mexicano y me expreso preferentemente a través del dibujo. Conozco la obra gráfica que se realiza en América y lo tengo a usted por uno de los más poderosos dibujantes que trabajan en este continente. Quizá pronto vaya a Buenos Aires y ahí tendré oportunidad de conocerlo personalmente. Reciba un abrazo de su amigo que lo estima y admira”. Firma, con escasos veintitantos años, José Luis Cuevas.


Tengo entendido que, hacia el final de su propia vida, Cuevas tuvo la intención de organizar en nuestro país una exposición del dibujante maestro, pero por azares que desconozco la idea no prosperó. A juzgar por diversos estudios sobre las relaciones entre Hungría y México, no hay registros de Szalay en nuestro país. Dada la importancia de su obra, esa muestra es un gran pendiente entre nosotros.


Agradezco a Sergio Moscona, curador de una exposición itinerante de Szalay en tres ciudades francesas y asesor de otras más en Argentina, por haberme facilitado diversos materiales, entre ellos la traducción inédita de un volumen de entrevistas (hasta hoy sólo disponible en húngaro), El coraje moral como deber del artista, del cual compartimos algunos fragmentos.


----

Publicado en La Jornada Semanal (2 de febrero de 2020). pp. 8-10.

40 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

La mujer en la ciudad: Antonio Risério

-Usted sostiene que la casa es el punto de partida del urbanismo. ¿Por qué? –La casa tiene que pensarse en función de la ciudad. Ella es la que construye la ciudad. No hay ciudad sin casa. Es necesari

bottom of page