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  • Foto del escritorIván García

Juan Rulfo: los audios olvidados en Nueva York



En este artículo se sintetizan las declaraciones que Rulfo dio en 1982 durante su estancia en Nueva York.



Iván García y Vania Rocha


Del 31 de marzo al 1 de abril de 1982, Juan Rulfo visitó Barnard College para impartir dos conferencias sobre literatura indígena en Latinoamérica y participar en una lectura dramatizada de dos de sus cuentos. Allí, la abogada estadounidense Lois R. Fishman aprovechó para entrevistarlo y Rulfo además conversó con el público. Las grabaciones de esos días –que pueden consultarse en el portal de Chapman University– se habían mantenido inéditas, guardadas en una caja de zapatos, hasta que a fines de 2017 Fishman visitó México para donarlas a la Fonoteca Nacional.


Pero lo más interesante no es la caja de zapatos, ni que los audios se mantuvieran en el olvido durante tantos años, sino la lección tan honda y entregada, tan erudita y sin alarde por parte de Rulfo. Quizá por su silencio, por la erosión de su mundo, un trabajo inédito de Rulfo es siempre algo valioso. Hay algo allí, tanto en su narrativa como en su hablar, una especie de alcance y contención que no encontraremos nunca, ni por azar, en otros escritores como Paz o Villoro, en los que abunda el hablar y que han abrevado en una fachada prestigiosa. En Rulfo no, en Rulfo habla el murmullo, la repetición, la severidad, la precariedad, el conocimiento extremo, la ignorancia, el silencio. Y estas grabaciones no son la excepción.


Rulfo va directo, con sobriedad, pero directo. Cuando le preguntan –a menudo en un español trompicado– acerca de la importancia de que el público de Estados Unidos tenga una idea de los autores latinoamericanos, él lo valora y lo sitúa, atribuye el conocimiento limitado en el mundo anglosajón y europeo a que España fungía como filtro editorial a partir de sus propios intereses, pero va más allá y comparte generosamente sus lecturas: “Entre los importantes escritores, considero yo, de primera categoría, están los brasileños, muy poco conocidos hasta ahora; entre ellos, para mí, la mejor novela que se ha escrito en América Latina es Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, y de ahí sigue una cauda de escritores como Autran Dourado, Antonio de Andrade, Dalton Trevisan, Clarice Lispector, Rubem Fonseca y muchos otros que no conocíamos ni nosotros mismos debido a la valla del idioma. Pero no hay país quizá en América Latina que no haya producido una buena literatura.” Y así desliza su sutil, magnífica erudición: “Aun Haití, por ejemplo, tiene a Julles Roumain, autor de Los gobernantes del rocío, que es muy buena”. Poco importa si Rulfo dijo “Julles” en vez de “Jacques”, o si le añadió un “los” al título, esas son exquisiteces que sólo objetaría un tonto. Lo que sí importa es que Rulfo está al tanto de una prosa de otro nivel y nos introduce en ella. Veamos tan sólo el inicio de aquella novela de 1944, en la traducción de la antropóloga haitiana Michaelle Ascencio que publicara Ayacucho en 2004 (aunque Rulfo presumiblemente leyó una traducción argentina de 1954, sobre todo porque no dice “gobernadores” sino “gobernantes”, que es como la tradujo Fina Warschaver en aquella época):


Nos moriremos todos... –y hunde su mano en el polvo: la vieja Délira Délivrance dice: nos moriremos todos: los animales, las plantas, los cristianos, ay, Jesús-María, Virgen Santa; y el polvo se cuela entre sus dedos. El mismo polvo que el viento abate con aliento seco sobre el campo devastado de mijo, sobre la alta barrera de cactus roída de cardenillo, sobre los árboles, esos cujíes herrumbrosos.

Así como en otras ocasiones Rulfo nos ha hablado de Charles-Ferdinand Ramuz (“hay muchas obras que me gustaría haber escrito, pero sobre todo una: Derboranza, del gran narrador suizo, tan despreciado y tan desconocido”, como dijo en una entrevista de 1959), Knut Hamsun, Pär Lagerkvist y Halldór Laxness, ahora nos habla de Roumain, que aún hoy, seguramente, es una revelación para muchos de nosotros.


En cierto momento, alguien del público le pregunta si hay relaciones entre la literatura indígena y la chicana, y su respuesta es tajante: “No, no las hay. La literatura chicana es combativa; la indígena es pasiva, es mitológica. La chicana es de batalla, quieren crear una literatura de combate, pero no sé hasta qué punto lo logren. Hasta ahora, los libros de literatura chicana que conocemos, pues son en realidad obras literarias, pero en el fondo creo que ellos tratan de mostrar el medio social en que viven, sus carencias y sus luchas, sus conflictos personales. Son terribles las formas como viven esos hombres. La necesidad los ha hecho venir a los Estados Unidos, el hambre, en realidad”. Aunque sutilmente, Rulfo no vacila en ir mostrando su inclinación personal por una escritura no combativa, no sujeta a una determinada realidad y esto lo refuerza más adelante, cuando Fishman lo interpela:


– Algunos de sus cuentos hacen referencia a acontecimientos políticos, históricos, sobre todo durante el periodo de la revolución mexicana, pero para mí los asuntos son más o menos indirectamente descritos. ¿Puede usted comentar sobre su idea de incorporar asuntos actuales en sus cuentos?


– No creo que sean asuntos actuales, simplemente están insinuados algunos episodios de la Revolución y la Cristiada, pero en forma totalmente ligera. No traté de crear un aspecto verídico de la Revolución mexicana, sino transformar eso en una cosa casi imaginativa, una revolución personal, con características que no tienen nada que ver con la historia. Nada de lo que ahí sucede es auténtico.


Fishman insiste, se pregunta si no hay en ello una contradicción. Pero Rulfo no responde, parece perplejo… Otra voz aclara que la interrogante estaría en el contraste “entre una actitud frente a lo histórico y lo político en lo personal [todo esto se dice en relación, por ejemplo, con el puesto que Rulfo desempeñaba en el Instituto Nacional Indigenista]” y “el intento de alejar la ficción de la realidad”. Pero Rulfo toma sólo la última frase: “Ah, no, sí, efectivamente traté de alejar todo lo que fuera real. De crear, lógicamente, una obra de ficción […]. No son acontecimientos que yo viví.”


Palabras inaudibles. La grabación se interrumpe. Rulfo ahora se deslinda de lo mítico: “Bueno, acerca de lo mítico que pudiera haber en la creación literaria, creo yo que no lo hay, más bien es una creación, una ficción. Trataba de no atenerme mucho a la realidad, sino de recrearla, así que no usé mitos propiamente, mi problema era el tiempo y el espacio. Por esa razón todos los personajes están muertos. Al ponerlos a hablar dentro de sus propias tumbas, eliminé precisamente el tiempo y el espacio. Esto me dio la facilidad de eliminar al autor de la obra y dejar que los personajes hablaran por sí mismos y se movieran por sí mismos. Por eso hay tanto monólogo. El principal personaje empieza a contar su historia ya muerto. Y se lo está contando a una muerta.”


Le preguntan cómo empezó a escribir Pedro Páramo, cuáles eran sus influencias literarias y personales. De las primeras, menciona a los nórdicos, alemanes y eslavos. De las segundas, al viento, la luz, la atmósfera “y ciertas remembranzas que tenía yo de la infancia […], esas cosas que perduran para toda la vida.” Y de nuevo Rulfo subraya que, por más que se insista, no hay una relación explícita entre su obra y su vida personal: “Naturalmente que los personajes no tienen nada que ver con mi infancia, sino únicamente la ubicación, el lugar donde se desarrolla la historia”.


Es como si la ficción cobrara vida. Como si hubiera que callarse para que la escritura hable. Detenerse para que la escritura se mueva. Esta autonomía, este animismo conlleva una contención radical: “Tuve que reducir esa novela, que originalmente tenía 250 páginas, pero evité la intromisión del autor, con el fin de que el lector colaborara en algunos aspectos con la creación literaria. Se me ocurrió eliminar todas las divagaciones, elucubraciones y ensayos que acostumbra el novelista por regla general utilizar para escribir una obra.” Lejos de la obra redonda, verídica, acabada, hay grietas, vacíos, cabos sueltos: “Dejé algunas cosas sin explicación, en la novela hay hilos colgando, que son especies de silencios que el lector tiene que cubrir.”


En todo este “trabajo exhaustivo” para llegar a lo simple, lo más difícil fue “encontrar la forma, la atmósfera” en la que revolaba, muy al fondo, la infancia, el “sistema” donde se podía, al fin, “desarrollar al personaje”. Para Rulfo, había que evitar el abuso de la adjetivación, pues “el sustantivo era la sustancia de la obra”. En ese empeño por encontrar “la forma más simple de decir las cosas”, también fueron importantes autores norteamericanos como William Goyen y Sherwood Anderson, de quien se consideraba discípulo, justo por la sencillez y la forma en que narraba “sus propias experiencias”. Y a propósito de su relación con el mundo norteamericano, Rulfo evidencia su incomodidad con la traducción de Pedro Páramo publicada en 1959: “La hizo un señor, Lysander Kemp, sin consultarme nada, ni siquiera informarme que estaba traduciendo el libro. Sí he colaborado con otros traductores, pero en este caso no participé en absoluto. Quizá porque consideró que podía traducirlo libremente. Tenía que haber participado, puesto que existen muchos localismos y regionalismos que es necesario consultar. Debió haberme consultado.”


En cuanto a por qué ha dejado de publicar “literatura de ficción”, Rulfo responde sin misterios. Básicamente se debe a que su trabajo como jefe de publicaciones del INI lo ha absorbido. Pero no lo dice con pesar, pues ese terreno que “para muchos es una cosa árida”, resulta interesante porque “uno llega a conocer ciertas costumbres que se desarrollan en México” y eso le ha “creado una mente quizá antropológica”. Sin duda, una afinidad más con Arguedas.


Por último, entre las preguntas del público, hay una que llama la atención, porque dentro de su aparente ingenuidad no deja de encarnar una injerencia norteamericana, que Rulfo desactiva con lucidez:


– Se dice que la situación de pobreza latinoamericana es en gran parte culpa de los Estados Unidos. ¿Qué podemos hacer para ayudar a la gente de México y Latinoamérica a realizarse y desarrollarse?


– Bueno, es una pregunta un poco difícil. Creo que, en realidad, Estados Unidos es un país que tiene sus propios problemas. Bueno, todos sabemos quién es Estados Unidos. Un país de un progreso gigantesco. La forma de ayudar a esos pueblos es no interviniendo, que cada pueblo logre resolver su situación social y política como ellos prefieran. Pero no es con ayuda norteamericana como se logra eso. Estos pueblos tienen suficientes recursos, lo que pasa es que no los dejan trabajar. Las trasnacionales…


El audio se corta abruptamente.



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Iván García y Vania Rocha. "Los audios olvidados del Barnard College". La Jornada Semanal (12 de diciembre de 2021). pp. 6-7.

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