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Boris Schnaiderman: Castigar con gramática

Actualizado: 14 mar


Entrevista al traductor Boris Schnaiderman


El ucraniano Boris Schnaiderman es el gran traductor de literatura rusa en Brasil, además de crítico literario y profesor emérito de la Universidad de São Paulo. Fue amigo muy cercano de Haroldo y Augusto de Campos, con quienes produjo varios libros, como la célebre antología Poesia Russa Moderna. A los 8 años emigró a Brasil, se formó en agronomía en ese país y se naturalizó en 1941, después de haber participado en la Segunda Guerra Mundial en la Fuerza Expedicionaria Brasileña. Fue distinguido con el Premio de Traducción de la Academia Brasileña de Letras y el gobierno ruso le otorgó la Medalla Pushkin. Pese a su importancia, es prácticamente desconocido en México, por lo cual nos pareció pertinente publicar estas declaraciones que ofreció a la Revista Brasileira de Psicanálise en 2008 y que sintetizan sus ideas sobre su oficio. Murió en 2016 a los 99 años.


–Escuchamos por ahí que usted fue testigo de la grabación de El acorazado Potemkin. ¿Cómo sucedió eso?

–¡Es totalmente cierto! Fue cuando ya estábamos por viajar a Brasil. Yo estaba jugando en la gran escalinata de Odesa, muy cerca de donde vivíamos, y había un movimiento totalmente inusual. Vi a unas damas con unos vestidos muy elegantes de comienzos de siglo XX y a unos señores encorbatados y de sombrero. Eso me llamó la atención. Todo era muy extraño y, de repente, aquellos señores comenzaron a aventar los sombreros al aire. Se estaba grabando una escena del Acorazado, lo cual entendí más tarde. Creo haber asistido a unos tres días de grabación, con mucho interés, pero no recuerdo haber visto a Eisenstein. Más tarde, ya en Brasil, mis padres me llevaron a ver la película en el cine y me quedé sorprendido al reconocer las escenas que había visto en la escalinata.


– ¿Cómo se inició en la traducción?

– En aquella época [de los años cuarenta] teníamos problemas financieros y yo necesitaba trabajar de inmediato. Conocía bien la lengua rusa y, poco a poco, comencé a traducir. No tenía ninguna orientación ni alguien con quien platicar sobre el tema, así que fue un trabajo autodidacta. Hoy reniego de todo ese trabajo que hice y que firmé con pseudónimo, todo eso ya quedó atrás. Se publicaron dos traducciones mías antes de que fuera a la guerra y, al regresar, seguí traduciendo con pseudónimo. Fue hasta 1959 que salió un primer libro firmado ya con mi nombre, aunque seguía sin estar satisfecho con el resultado. Lo firmé, pero cuando el libro salió ya no me sentía a gusto con ese trabajo. Quien se inicia en la traducción, y yo estaba en esa etapa, generalmente se preocupa mucho por la fidelidad semántica. Yo incluso tenía cierta noción de que el estilo era importante, pero no estaba preparado para lidiar con eso. En general, en ese comienzo, uno busca traducir aquello que llaman contenido de la obra, sin preocuparse por la forma. Pero, oye, no se puede separar la forma del contenido y el traductor tiene que comprenderlo. Quien se preocupa sólo de la fidelidad al contenido, a la transmisión fiel de ese contenido, sin considerar los aspectos estructurales de la obra en juego, lleva, en realidad, a una distorsión de ese original. Genera un estilo castigado, un estilo muy severo, de excesiva fidelidad gramatical, que no permite ningún desliz del lenguaje, ningún coloquialismo. Y eso es absurdo. Cuando releo mis traducciones de aquella época, de la década de los sesenta, me parecen ridículas.


– Después de esas primeras traducciones, ¿cómo se fue desarrollando su trabajo?

– Pasé también por un periodo en el que producía una traducción muy rebuscada, endomingada, como resultado de la visión que yo tenía de la literatura como algo muy elevado, idealizado. Sólo después de un tiempo llegué a mi modo actual de traducir, un modo más natural que, a la vez, procura ser fiel al estilo del autor.


Para traducir bien un texto, es necesario tener en mente que la traducción es un problema artístico, estético. La traducción tiene que ser creativa, sin creatividad no existe. Estoy por publicar un libro que acabo de escribir y que se llama Tradução: ato desmedido, porque traducir es, realmente, un acto desmedido. Sin osadía, sin arrojo, no existe un buen traductor. Es siempre una osadía: ¿quién soy yo para traducir a un Dostoievski, Pushkin o Gorki? Sin embargo, necesito traducir, porque conozco la lengua rusa y tengo experiencia lidiando con textos. Tengo que traducir a esos grandes autores y, al mismo tiempo, ¿quién soy yo para hacerlo? Pero lo cierto es que hay la necesidad de hacer traducciones. Estoy frente a un original y tengo que ser valiente para enfrentarlo, enfrentar un problema estético, un problema expresivo. Yo necesito ser osado, tomar el texto, ir hacia el frente. ¡No puedo desaparecer ante el texto! ¡Existía la noción de que el traductor tenía que esfumarse frente al texto, ser transparente, que debía limitarse a transmitir el contenido de la obra y listo! La personalidad del traductor tenía que desaparecer, pero esto es una ilusión, porque no desaparece para nada. La traducción, para ser buena, implica un trabajo creativo, no se trata simplemente de una cuestión de fidelidad mecánica, paso a paso, frase a frase. Esta forma de traducir fue superada hace mucho. La traducción es un arte.


– ¿Acostumbra revisar las traducciones de las que ahora reniega?

– Sí. Me gusta ir rehaciendo aquellas que están en un estilo muy castigado, muy inclinadas a la exactitud gramatical, para buscar un tono más desenvuelto, más acorde y fiel al original.


– ¿Usted también busca autores con los cuales se identifica?

– Siempre, hoy sólo traduzco textos que me tocan profundamente, de autores con los cuales tengo afinidad. Claro que traduzco a algunos que no siempre están a la misma altura, que no tienen la talla de Tolstoi o Dostoievski, pero son siempre autores que me hablan al oído.


Fragmento


Nota y traducción del portugués de Iván García.

Publicado en La Jornada Semanal (20 de mayo de 2018).

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